El recuerdo de nuestro presente. Sobre El desierto blanco de Luis López Carrasco.
Existen entre el cine y la
narrativa evidentes diferencias, relacionadas con el carácter visual del
primero y el escrito de la segunda, pero también concomitancias que suelen
encontrarse en los diálogos o en el armazón del relato que sustenta tanto a una
novela como a una película. Por ello, es normal tratar de hallar reminiscencias
en El desierto blanco del cine de su
autor Luis López Carrasco, aclamado cineasta con películas de corte
experimental, como El futuro (2013),
pero también reivindicativas, como El año
del descubrimiento (2020) que mereció el Goya al mejor largometraje por su
original recuerdo de la lucha obrera de la Cartagena de 1992. Creo que en su
primera novela, con la que ha conseguido el prestigioso Premio Herralde, López
Carrasco se mueve entre ambas coordenadas, una trama con una temporalidad
dislocada y algunas secciones de componente social (especialmente en la primera
sección), aunque considero que es otro el tema principal del libro. El autor
nos propone una mirada retrospectiva a nuestro presente, tratando de imaginar
cómo será visto en el futuro el tiempo que ahora transitamos.
Este mecanismo, que tiene
algo de paradójico, vehicula las cinco partes del libro al ofrecernos otros
tantos relatos ubicados en nuestra época (especialmente en la segunda década
del siglo XX) pero desde la mirada de un narrador que vive en 2035. Para conseguir
el efecto de inmersión en esta mirada futura, se emplea un recurso sencillo y
casi irónico: a lo largo del libro se incluyen notas al pie de página
explicando referencias a nuestra época (por ejemplo, el significado de TDT o CD
o la biografía del presidente Rodríguez Zapatero) que pudiera desconocer un
lector de la década próxima. Aunque esta perspectiva podría hacernos pensar en
un libro de carácter distópico o de ciencia ficción (como muchos de los relatos
de Europa (2014), el primer libro del
autor) lo cierto es que el presente de la narración sirve solo como atalaya
para ofrecernos ese recuerdo de nuestro tiempo que López Carrasco construye. De
ese 2035 tan solo sabemos que Carlos, el principal narrador, vive en lugar
alejado y desértico, cuyas coordenadas no conocemos hasta el final, con Aitana,
su mujer, y sus dos hijas y algunos pocos datos más (cortes de electricidad,
emigraciones al norte, poderosos que esconden sus palacios tras cristales
reflectantes) que se nos ofrecen en el tercer y, especialmente, en el último
capítulo, el único que está situado íntegramente en ese futuro. A pesar de que
finalmente casi nada se nos cuenta del presente del narrador, su enfoque
retrospectivo es el que otorga armazón a cinco historias que, salvo por ello y
por la recurrencia de algunos personajes, poseen casi independencia entre sí.
En el primero de ellos,
“La superviviente”, es donde hallamos un mayor componente de crítica social de
todo el libro; el texto nos lleva a la España en crisis de 2010 donde unos aún
veinteañeros Carlos y Aitana luchan contra las dificultades del mercado laboral
y asumen la precariedad de las escasas oportunidades que se les ofrecen. Él
asiste a una peculiar entrevista de trabajo mientras que ella sufre el
nepotismo al intentar lograr un puesto en una radio generalista. Considero esta
sección como la más interesante del libro por su acertado retrato de los
crueles mecanismos del mercado laboral. Destacan tanto la escena inicial,
Carlos en una original dinámica de grupo para conseguir un trabajo, como las
descripciones de las pocas salidas que tenían en aquella época (y en esta,
añado yo) los estudiantes de Humanidades, así como la mordaz descripción de
unos famosos centros comerciales.
Si el trabajo centra esta
primera sección, la tercera y la cuarta están orientadas a describir los otros
dos pilares de toda pareja joven: la familia y los amigos. En “Marte florecido”
es Aitana, por primera y última vez en el libro, la narradora; mientras ultima
los preparativos para mudarse a ese “desierto blanco” que les espera, recuerda
su primera visita a la familia de Carlos. Ofrece de ella su perspectiva, la del
extraño que entra a formar parte de un núcleo tan asentado como es el de unos
padres y sus hijos (así como la abuela y otros parientes cercanos) y en el que
Aitana acaba siendo confidente de su suegra. Se establece un paralelismo entre
esa visión de recién llegado de la mujer a la familia con su descripción del
paisaje del sureste español desde su perspectiva de norteña. Los vínculos que
establece la amistad en torno a la veintena y que se suelen diluir en la
siguiente década son los protagonistas de la cuarta sección: “Espectro
liberado”, en la que Carlos y Aitana se reúnen con varios amigos en una casa en
la sierra madrileña para pasar juntos una Nochevieja.
Aunque la última sección
es la única ubicada solamente en el futuro, en ella, titulada “La línea del
horizonte”, el pasado vuelve a adquirir protagonismo. Desde su lejano exilio,
Carlos recibe varios correos electrónicos en forma de diario en los que su
hermano le va contando sus progresos en la casa de campo donde veraneaban y a
la que ha vuelto tras ser expulsado de su trabajo en la universidad por sus
ideas políticas. En sus palabras se mezclan los recuerdos del pasado familiar
con un proyecto que le acaba obsesionando: visitar todos los puntos del
horizonte visibles desde la vivienda. Al igual que esta parte, “Océano de luz”
tampoco está protagonizado ni por Carlos ni por Aitana, sino por Jimena, una
amiga de la pareja que en 2019 toma un vuelo entre Dubái y Sídney que acaba aterrizando
de emergencia en una pequeña isla, provocando una situación que recuerda al
comienzo de Lost, serie que se cita
en una las notas a pie de página del libro.
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