Mala letra, Sara Mesa, Anagrama, 2016, 190 págs., 16€.
Existía hace años un prejuicio en el mundillo literario según el cual los narradores que publicaban, entre novela y novela, un libro de cuentos, lo hacían con la única intención de ganar tiempo y de mantener su nombre en las mesas de novedades de las librerías. Afortunadamente esta forma de pensar está hoy desfasada y Mala letra, colección de cuentos de Sara Mesa, no debe entenderse como un impasse entre su exitosa Cicatriz (2015) y una próxima novela que la mantenga entre los narradores más solventes de su generación (la de los 70).
En este libro se agrupan once relatos de variada extensión y temática, e incluso de calidad, pero que poseen elementos comunes. En primer lugar, el estilo sobrio y preciso de Mesa, que detenta una manera de narrar contenida que favorece que los relatos fluyan. En segundo lugar, el realismo, en algunas ocasiones crudo, de los relatos; la narradora sevillana (nacida en Madrid aunque afincada desde niña en la capital andaluza) nos presenta escenarios cercanos que, incluso en la inventada ciudad de Cárdenas que aparece en varios de los cuentos, podemos identificar con cualquier localidad española. Es en esos territorios próximos donde algo se quiebra para unos personajes que sufren tragedias de muy distinta intensidad y naturaleza.
Se podrían agrupar los relatos de Mala letra entre los que se desarrollan en la ciudad y los que se ubican en el campo o en pueblos. Entre estos últimos, menos frecuentes en la narrativa española contemporánea, podemos destacar a la joven madre de “El cárabo” que se pierde, tras un insulso día en el campo con su familia, en un bosque; retrata bien la narradora una desolación que va mucho más allá de la situación puntual y que hunde sus raíces en un pasado que no se narra. Este cuento guarda ciertas similitudes con “Picabueyes”, el más breve de la colección; la referencia ornitológica del título, la peligrosidad del campo, la vergüenza de la protagonista y la tirante relación con sus tías se repiten en ambos relatos. Cierra lo que podríamos considerar una trilogía sobre los problemas de unas jóvenes huérfanas con sus tías “Palabras-piedra”, que destaca por el brillante uso del tiempo narrativo.
Ese binomio campo/ciudad presente en el libro adquiere especial protagonismo en “Nosotros, los blancos”, el relato del viaje iniciático de una joven de pueblo a la capital, donde acude para ayudar a su hermana. También se encuentran entre los mejores cuentos del libro “Mármol”, una especie de fábula sobre la muerte en la infancia; “Papá es de goma”, protagonizado por unos hermanos que tienen que crecer de golpe; y “Nada nuevo”, que posee una original estructura narrativa en la cual el narrador dialoga con otro personaje sobre la autenticidad de la historia.
Aunque no mantienen el alto nivel del resto de relatos, se leen con interés textos como “Creamy milk and crunchy chocolate”, sobre el sentimiento de culpa; “Mustélidos”, acerca de la variable relación de dos compañeros de trabajo, y “¿Qué nos está pasando”, que relata como a una empleada se le va de las manos una comida de trabajo con su libidinoso jefe. El último de los cuentos, “Apenas unos milímetros”, posee un final fallido, adoptando una visión moral que no le beneficia, tras el prometedor comienzo sobre un adolescente tetrapléjico postrado en su cama.
Reseña publicada en El Noroeste.