Perro negro, Miguel Ángel Oeste, Tusquets, 288 págs.
De entre todos los miembros del siniestro “club de los 27” (los músicos famosos que fallecieron a esa edad) es Nick Drake uno de los que menos encaja con algunos de los estereotipos asociados a él. En primer lugar, aunque esto es anecdótico, ni siquiera llegó a cumplir esa edad ya que se suicidó con veintiséis años. Además, al contrario que los Cobain, Hendrix o Joplin, Drake no fue un músico de éxito en vida y solo tras su trágica y prematura muerte se ha convertido en un autor de culto para un número amplio de amantes de su música delicada y poética. Sin embargo, y tal y como Miguel Ángel Oeste nos muestra en Perro negro, sí encontramos en su biografía algunos de los hitos más recurrentes de estos artistas.
En primer lugar, y lo que es más importante,
Drake fue el autor de tres discos excelentes que han tenido un amplio eco en
autores de generaciones posteriores. Además, poseyó una personalidad
atormentada, con estancias en centros psiquiátricos y con tratamientos que no
siempre le ayudaron a superar los miedos que le atenazaban en el escenario,
donde apenas fue capaz de dar un puñado de conciertos por su miedo escénico, y
su frustración por no hallar más que el éxito, el cariño del público. El
fracaso comercial de sus tres discos fue, según se defiende en la novela, un
elemento fundamental en el descenso a los infiernos de un joven que en su
adolescencia y antes de dedicarse a la música aparece con una alegría y unas
ganas de vivir que no se asocian al chico melancólico que las letras de sus
canciones y su pose en las fotografías de su época de cantautor han dejado en
la memoria colectiva.
Con estos mimbres, un joven de una gran
sensibilidad y enorme atractivo, con un padre autoritario que le exige estudiar
o trabajar, y una relación de amor y odio con la música, Oeste podría haber
optado por una biografía canónica o, en un ámbito más cercano a lo que es Perro negro, por una novelización de la
vida de Drake que siguiera su naufragio vital. Sin embargo, y de manera
inteligente desde mi punto de vista, el autor malagueño opta por dejar fuera de
plano al músico y crear una historia protagonizada no directamente por él sino
por varios personajes que se mueven a su alrededor, atraídos por su magnética y
esquiva personalidad. Entre ellos aparecen los padres y Gabrielle, la hermana
de Nick, Sophia, una enigmática joven que tuvo una relación ambigua con el
músico que se sintió obsesionado por ella, diversos amigos y colaboradores de
Nick que van aportando su perspectiva de alguien al que los años han convertido
en leyenda. Pero son dos de estas personas las verdaderas protagonistas de la
novela: Richard y Janet.
El primero es un exitoso actor, inspirado
en el trágicamente fallecido Heath Ledger como el autor reconoce en el epílogo,
que desea realizar una película sobre Drake y comienza a documentarse sobre su
vida. Entre los amigos de Nick con los que se entrevista se encuentra Janet,
que conoció en el vibrante Londres de finales de los sesenta al músico y que
compartió algunos momentos con él estableciendo una relación que basculó entre
el interés (se la llega a definir como “groupie”) y una especie de amor platónico
que jamás se hizo físico. La obsesión de Richard por la figura del cantautor
inglés va pareja al deterioro de su propia salud mental; el actor, a la par que
va conociendo más sobre Drake, entra en una espiral de drogas y de soledad cada
vez mayor que lo alejan de Erika, su pareja. Por su parte, Janet también
arrastra serios problemas mentales arraigados en su difícil infancia (en la que
perdió a toda su familia) y en el desinterés que su idolatrado Nick mostró por
ella y que provocaron que viva encerrada durante más de treinta años en un
apartamento neoyorquino.