El ángel de piedra, Margaret Laurence, Libros del Asteoride, 2024, 336 págs.
Por su intrínseco dinamismo y por la perspectiva de futuro que lleva aparejada la juventud es la protagonista de una parte importante de las novelas escritas en nuestra cultura. Las primeras décadas de la vida del ser humano están caracterizadas por los cambios, internos y externos, y por un aprendizaje continuo que ha sido relatado en el género conocido como bildungsroman. Sin embargo, son mucho menos frecuentes los libros que se ocupen de la última parte de la vida de sus protagonistas, de su vejez. No sé si por la perspectiva amenazante de la muerte o por ser menos pródiga en viajes (tanto psicológicos como espaciales) la narrativa no se ha centrado tanto en ella salvo en excelentes excepciones como, por citar dos de las más conocidas, La lluvia amarilla de Julio Llamazares o El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez. Para completar esta exigua lista Libros del Asteroide acaba de publicar, con traducción de Miguel Temprano, la estupenda El ángel de piedra de Margaret Laurence, un agudo y profundo retrato de la mente del ser humano en su última etapa.
Publicada originalmente en 1964 por una escritora canadiense afincada en Inglaterra, el libro está narrado por Hagar Shipley, una anciana que ha superado los noventa años y que es la absoluta protagonista del libro. La narradora vive en una ciudad de Canadá junto a su hijo Marvin y su nuera Doris, que la cuidan y aguantan sus cambios de humor. Con el uso de una narración en presente, vamos conociendo el día a día de la nonagenaria y, sobre todo, su manera de ver el mundo a una edad tan avanzada. Hagar se lamenta una y otra vez de la condescendencia con la que es tratada y de cómo todo el mundo la infantiliza por los pequeños problemas de memoria y de movilidad que va teniendo. Pero, y aunque le cueste expresar sus sentimientos ante Marvin y Doris, en su fuero interno la anciana reconoce sus veleidades, y se suele arrepentir inmediatamente de las malas respuestas que dedica con frecuencia a sus familiares más cercanos o al sacerdote que intenta ayudarla.
A pesar de que Margaret Laurence no había cumplido aún los cuarenta años cuando publicó el libro, deslumbra su conocimiento de la psicología de una persona de avanzada edad. Gracias al monólogo interior de Hagar, somos testigos de una personalidad que bascula siempre entre el victimismo (cuando cree que la tratan mal o que quieren aprovecharse de su falta de reflejos) y la culpabilidad (al reconocer sus propios errores). Se enfrenta la protagonista a una situación incómoda, debe ser cuidada debido a su edad y a sus problemas de salud y de memoria, que no termina nunca de aceptar por algo que suele ocurrir con los ancianos: no son conscientes del deterioro de su cuerpo y mente. Esa incomodidad hacia el trato de Marvin y Doris se convierte en algo cercano al odio cuando estos le plantean la posibilidad de que abandone la casa (que ella misma compró) para trasladarse a una residencia en la que serían unos profesionales los que se ocuparían de sus necesidades.
Los párrafos en los que se describen los esfuerzos ímprobos que debe hacer Hagar para bajar una escalera o para recordar una conversación que acaba de tener alcanzan una intensidad y una veracidad digna de elogio. Al igual que es deslumbrante el retrato que la propia narradora hace de un cuerpo marcado por el paso del tiempo y que no termina de reconocer. En la página 91 la protagonista se mira en el espejo y observa que “la piel tiene ese color blanco plateado que atribuimos a los animales que imaginamos que viven bajo la superficie del mar, donde no llega el sol” o que su pelo ha perdido su lustroso color negro para ser “como el damasco guardado demasiado tiempo en un sótano húmedo”.
Además de estos temas tan asociados a la vejez como son el desvalimiento, la degradación física y mental y la falta de independencia, Margaret Laurence otorga gran importancia en el libro a otro elemento habitual en la última etapa de la vida: el recuerdo de la juventud. Sin apenas nostalgia y con una exactitud que contrasta con las dificultades para relatar hechos del presente, Hagar va repasando la primera parte de su vida, en la que vivió en Manawaka, un pueblo de las praderas canadienses fundado, entre otras, por su familia. Allí, bajo la mirada del ángel de piedra que su padre hizo erigir en el cementerio para recordar a su mujer, muerta en el parto de su hija, y que da título al libro, la protagonista va creciendo en episodios que va intercalando entre sus vivencias del presente.
Destacan en esta parte de la vida de Hagar dos rasgos de su carácter que aún están presentes en su vejez determinando su respuesta a la decrepitud: la independencia y la tozudez. Si en el presente no acepta los cuidados de su hijo y de su nuera, en su juventud tampoco se amoldó a lo que esperaban de ella primero su padre, de quien se aleja por casarse con un hombre mayor y más pobre que su familia, y después su propio marido, del que se separa tras un matrimonio sin amor y sin apenas dinero en el que solo el sexo satisface a Hagar, como ella reconocerá más tarde. Completará el trío de hombres que ha marcado su vida su hijo menor, John, que, a pesar de tener un comportamiento mucho más errático que el del bueno de Marvin, será el preferido de la protagonista.
Con esa lucidez que la vejez otorga al análisis de situaciones de la juventud, Hagar sentencia, al hablar de su marido, que “nada cambia nunca de golpe” (pág. 102). Es esta una de las muchas agudas reflexiones sobre el paso del tiempo y sobre la vida desde la senectud que nos ofrece esta soberbia novela que es El ángel de piedra.