El fin del mundo, Ismael Orcero Marín, Boria, 2018, 85 págs., 12€.
La famosa y ya manida frase de Gracián sobre las bondades de la brevedad se suele cumplir frecuentemente con el cuento. No me refiero por supuesto a que los relatos más exiguos sean mejores que los extensos por norma general; es difícil, por ejemplo, comparar dos obras maestras de la narrativa como son “El dinosaurio” de Monterroso y “Casa tomada” de Cortázar, ya que se trata de textos muy diferentes. Lo que defiendo es que, por regla general, un cuento gana cuando se desprende de todo aquello que no es esencial y se deja guiar por la concisión. Por supuesto que existen grandes relatos caracterizados por la morosidad, pero, especialmente con los autores noveles, la brevedad suele ser una buena elección.
Esta reflexión viene al hilo del primer libro del escritor cartagenero, afincado en Molina de Segura, Ismael Orcero Marín. Los diez relatos que componen El fin del mundo se despachan en apenas ochenta páginas y ello no impide que al lector le sean suficientes para disfrutar de un puñado de historias interesantes y bien rematadas, en las que la querencia por el género fantástico destaca junto al uso de la ironía. Con esta decena de cuentos que se mueven entre las cuatro y las doce páginas, Orcero evita aburrir al lector y opta por inicios muy directos que le meten de lleno en historias en las que lo sobrenatural suele colarse en situaciones aparentemente cotidianas.
El volumen comienza con uno de los textos más breves y brutales del conjunto: “El banquete”. En él un extraño accidente de tráfico en mitad del desierto pone a prueba la relación entre los supervivientes. “El inquilino” está directamente relacionado con “Tesoro”; en ambos aparece el mismo personaje, Elvira, y un minigolf abandonado. También coinciden los dos en estar protagonizados por mujeres solas que se enfrentan con valentía tanto a esa soledad como al mismo hecho sobrenatural que tiene lugar en sus respectivas casas.
El giro fantástico que sólo aparece al final del relato une a varios de los textos de El fin del mundo; en “La picota”, Carmen tiene que enfrentarse a una especie de caza de brujas moderna en su pueblo. Las creencias mágicas de los habitantes de las zonas rurales también protagonizan “La caverna”, uno de los textos más diferentes del conjunto por estar escrito en primera persona y en forma de carta. De temática similar, aunque argumento muy diferente, encontramos “El ángel que nos guarda”, sobre las indagaciones de un sacerdote sobre un curandero rural.
En “El fin del mundo” asistimos a un relato postapocalíptico con la irrupción de unos animales enloquecidos en la tranquilidad otoñal de una urbanización de playa. El libro termina con, “El pozo”, un nuevo texto con final sorprendente pero peor conseguido que los anteriores.
Mucho más atractivo es el cuento titulado “Mamá robot”, en el que aparece un robot, de cocina en este caso, que imita el comportamiento y las recetas de la madre del protagonista, pero que también recoge sus defectos. Por su parte, “Mala hierba” parte de una extraña enfermedad tropical para desembocar en un relato sobre la locura de los dictadores, en un relato con una evidente influencia de la literatura hispanoamericana tal y como Orcero reconoce en el epílogo.
Reseña publicada en El Noroeste.
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