sábado, 30 de noviembre de 2024

Los íntimos - Marta Sanz


Escribir desde el claroscuro. ‘Los íntimos (Memorias del pan y las rosas)’ de Marta Sanz.


Las memorias de los escritores suelen adolecer de una impostura que desvirtúa sus retratos de la vida literaria. Los autores a menudo caen en ellas en la adulación o en la crítica más feroz movidos por intereses personales o por la necesidad de saldar cuentas con sus enemigos. Aunque ‘Los íntimos’ se puede encuadrar en este género, de hecho su subtítulo es ‘Memoria del pan y las rosas’, Marta Sanz escapa de los vicios de este tipo de libros gracias a su personalidad, marcada desde siempre por el compromiso y la independencia, y a su estilo, que aleja estas páginas de las plúmbeas narraciones de anécdotas para mayor gloria de su autor. 


Podemos considerar este libro como el envés público de lo que en ‘Lección de anatomía’ (2008), novela que se cita con frecuencia, era el haz privado. Aquí la familia, que está, ocupa un segundo plano frente a escritores, agentes, editores y periodistas. Marta Sanz se explaya en las rencillas, los celos, las amistades y los elogios del mundillo literario español de las últimas tres décadas. Son numerosísimos los nombres citados y, sorprendentemente para un libro de este tipo pero con lógica por el talante de la autora, suelen recibir palabras cariñosas. Es especialmente interesante el retrato que hace de un encuentro en Iria Flavia en 1998 donde bajo el auspicio de la Fundación Camilo José Cela se reunieron un nutrido y selecto grupo de escritores jóvenes españoles. Algunos de estos compañeros de oficio, los más cercanos, ocupan capítulos enteros en los que se relatan las luces pero también algunas sombras de su relación. Entre ellos destacan los dedicados a colegas como Luisgé Martín, Sara Mesa o Almudena Grandes, al editor Jorge Herralde y a su agente, ya fallecida, Ángeles Martín. 


Esta importancia dada al mundo literario en el libro se corresponde con un análisis honesto y agudo de la imagen que la propia autora tiene de sí misma y de sus libros. No escurre el bulto Marta Sanz y no se centra únicamente en los oropeles de la literatura sino que dedica interesantes párrafos al carácter laboral y económico de su oficio como escritora (se queja de que no tienen sindicato), a las dificultades añadidas que encuentra por ser mujer, al miedo a quedarse sin editorial, a la incertidumbre ante la respuesta de la crítica ante una nueva obra, al temor a que alguien se adelante con el tema de su próxima novela, etc. Se completa este perfil profesional con la personalidad que cree que proyecta en este ámbito, fustigándose por los calificativos de “sosa” que recibía cuando era una autora joven y concluyendo que “siento que soy una escritora que ha generado grandes desconfianzas. Pero también grandes amores” (112). 


Marta Sanz deja claro en varias ocasiones que lo que escribe es una novela social. Opta por darle un enfoque laboral a su relato sobre su vida como escritora, un oficio como otro cualquiera pese a sus peculiaridades y su exposición pública. Como comunista e hija de la clase media urbana, la autora parece sentirse en la necesidad de justificar los pequeños lujos en los que en ocasiones se envuelve la vida de un literato (con presentaciones que acaban en fiestas y entregas de premios en hoteles de lujo) y recordar que estos conviven con trabajos meramente alimenticios (como el de negro literario) y con la obsesión por asegurarse el futuro económico como cualquier trabajador. Ocupan muchas páginas del libro los diversos viajes que realiza la autora con motivo de su participación en congresos, ferias, festivales y presentaciones. Además de las descripciones de las ciudades visitadas, destacan estas páginas por el agradecimiento de la autora a los lectores y especialistas que se encuentran y que componen el lado social que contrasta con la soledad propia de la creación literaria. 

 

Como en los anteriores libros de la autora, en ‘Los íntimos’ destaca una prosa única en el panorama nacional. El lector disfruta con un estilo tan personal como intransferible, en el que conviven el exabrupto y la metáfora, lo coloquial con lo aforístico. Una manera de escribir obsesionada con la palabra exacta que, a veces, es la más vulgar y, en otras ocasiones, un cultismo o un anglicismo. También se percibe un gusto por los juegos de palabras que iluminan el párrafo como pequeños destellos (“juego a las mascaritas, pero no a las mascaradas” (111)) y por el empleo de una frase sacada de un diálogo que se va repitiendo a lo largo del capítulo, adquiriendo distintos significados y que funciona como una especie de estribillo. Marta Sanz crea lo que ella misma define como un “idiolecto imaginativo” (495), una manera de escribir que le dificulta ser traducida, algo de lo que se lamenta a lo largo de todo el libro, pero que la convierte en una prosista extraordinaria y singular.   


Otro de los temas del libro es el propio libro, con diversas alusiones al género en el que se inscribe y que, como ya he señalado, insiste en llamar “novela social”. Estamos ante una obra con una gran carga metaliteraria, con apelaciones al receptor o a supuestos y futuros exégetas (estas de manera irónica), sobre las palabras escogidas y sobre cómo escribir. De hecho, uno de los últimos capítulos, “Recuento” analiza cuáles han sido las palabras más utilizadas en el texto desde una perspectiva entre irónica y poética tan propia de la autora. En relación a esta vertiente del libro y para entender la poética de Sanz, es muy clarificador el párrafo en el que describe el estilo que cree que está obligada a usar por su sexo e ideología para concluir que “pretenderse de izquierdas y escribir es casi imposible” (161) ya que siente que no se le perdona si es demasiado realista pero tampoco si busca la experimentación. 


En definitiva, estamos ante un libro excelente, de una autora que relata los tejemanejes de la literatura española contemporánea de forma desenfadada y honesta. Una autora que trata de evitar mirar desde arriba y prefiere “escribir desde ese claroscuro en el que tú estás y los demás pueden oírte” (111).


Reseña publicada en La Verdad. 




viernes, 15 de noviembre de 2024

Arde Murcia - J. M. Sala



 Arde Murcia, J. M. Sala, Dilatando mentes, 2024, 196 págs. 


Tras la notable Arde Torrevieja (2021), el escritor J. M. Sala vuelve a lo que parece haberse convertido en una serie, con Arde Murcia (2024). Si en aquella trepidante y ácida novela se nos contaba un día de 2002 en la ciudad costera y se convertía en apocalíptica la situación provocada por la burbuja inmobiliaria, aquí Sala se centra en la Huerta y en la capital murciana. Con mimbres similares crea una nueva obra desasosegante, en la que lo político se mezcla con lo fantástico, para ofrecer una novela de zombis de carácter social. Además, consigue un retrato fiel y crudo de la sociedad de esta zona de España, empleando numerosos murcianismos, citando lugares tanto de la capital como de su Huerta, defendiendo su acento (que los protagonistas deben ocultar para evitar las burlas de los foráneos) y satirizando su estructura económica, basada en un elemento, el agua, que se convierte en obsesión y leit motiv a lo largo de toda la novela. 

Como su anterior obra, la narración sigue a varios personajes cuya vida acabará mezclándose en el climático final. Por un lado tenemos a M., una inmigrante que habita en un desvencijado campamento a las afueras de la ciudad y trabaja de manera precaria (cuando no, semiesclava) en los huertos que rodean la ciudad. Aunque estamos en la primera década del siglo XX, tanto las condiciones laborales de los jornaleros como la agresiva agricultura parecen sacados de un mundo postcapolíptico que, sin embargo, tiene demasiado que ver con la situación real del campo levantino. A esta curiosa y conseguida mezcla de realismo y fantasía se añade que un grupo de los trabajadores que recolectan limones esté formado por zombis.

La segunda protagonista es Carolina, una niña discapacitada que vive en una vieja casa de la Huerta con su padre, un trabajador cuyo mote, “el Mandao”, deja claro su papel secundario en la empresa en la que trabaja y donde parece haber llegado a su límite. Las peculiaridades de Carolina le hacen ver la Huerta y los extraños habitantes que pululan entre sus árboles de un modo muy imaginativo, una forma de entender el mundo que el lector nunca sabe si se basa en la realidad o en la fantasía de la niña. 

La terna de personajes principales, cuyas tramas se van mezclando de manera a veces demasiado frecuente, se cierra con Yolanda, una chica veinteañera que a pesar de tener un currículum brillante trabaja cuidando a Carolina. A su precariedad laboral se le suma la incomprensión de la mayoría de sus amigas, que solo quieren emborracharse; Carolina, además, debe asumir la enfermedad que ha postrado en una cama de hospital a Irene, su amiga más íntima, la única que la comprende. 

Todos estos personajes y otros muchos sufrirán la situación límite a la que las explotaciones agrícolas y la sequía extrema han llevado a la zona y que desembocará en un caótico día del Bando de la Huerta.


domingo, 10 de noviembre de 2024

Vida de un pollo blanquecino de piel fina - Andrés Pérez Perruca

 


La mente al sol de Andrés Pérez Perruca


Defiendo habitualmente que la mejor edad para fraguar una amistad es la veintena. Es una etapa de formación, descubrimiento y de realizar proyectos muchas veces inverosímiles que con posterioridad uno no se atreve a plantear a sus allegados. Entre estos últimos es habitual que los grupos de amigos fantaseen con montar un bar o un grupo de música, espacios ambos que (idealmente) parecen propicios para la diversión veinteañera. Andrés Pérez Perruca tuvo la enorme suerte de llevar a cabo ambas empresas durante los años noventa, en su juventud, y que el resultado fuera un bar tan peculiar como El Fantasma de los Ojos Azules y un grupo tan memorable como El Niño Gusano. A ambos y sobre todo a sus amigos están dedicadas estas memorias de juventud que son las más de ochocientas páginas de ‘Vida de un pollo blanquecino de piel fina’. 

El bar, El Fantasma de los Ojos Azules, lo regentaron Perruca y sus amigos durante casi una década en Zaragoza, su ciudad natal. A lo largo del libro se cuentan numerosas anécdotas acaecidas en este local en el que la música tenía un papel fundamental, como es algo lógico al pertenecer sus dueños a un grupo, que se completaba con grandes y variadas ingestas de bebidas y de comida y con peculiares concursos de diversas disciplinas que iban desde el parchís a la geografía pasando por estrambóticas quinielas que servían para decidir qué grupo era mejor o para calificar a una ciudad en función de su gastronomía o de la belleza de sus mujeres. 

Es la anécdota el tipo de relato sobre el que se sustenta la narración de este volumen; sin embargo, el autor sabe escapar de lo anecdótico (aunque suene paradójico) gracias a su desparpajo al narrar, al humor rayano en el surrealismo con el que impregna su prosa y con lo jugoso de las historias contadas. También convierten a ‘Vida de un pollo blanquecino de piel fina’ en una obra interesante, aunque algunas páginas pecan de prolijas, los peculiares personajes que pululan por sus páginas y que se convierten en parroquianos de El Fantasma de los Ojos Azules. 

Pero si el centro de operaciones de este grupo de amigos es el pub en el que pasan casi todas las noches, el verdadero corazón del libro es la historia de El Niño Gusano. Considerado a día de hoy como una banda de culto, el grupo zaragozano tuvo una trayectoria breve en años y en discos (siete y tres respectivamente) pero con un impacto amplio. Sus características melodías, que tenían algo de infantil y circense sin salirse del pop, y las geniales letras del cantante Sergio Algora, los convirtieron en una rara avis que llamaba la atención dentro del indie nacional de los años noventa. Cada capítulo del libro está dedicado a una de las sesenta y siete canciones que publicaron los “gusanos” y en ellas se van mezclando historias sobre cómo se grabó el tema, el origen de la letras o la música y diversas anécdotas de las grabaciones, conciertos y viajes del grupo. Perruca nos da una imagen de El Niño Gusano alejada de los egos y aires de grandeza de otras bandas de música; los cuatro miembros (después se agregarán dos más) del conjunto son ante todo unos amigos que están siempre juntos (en el bar, en el local de ensayo, sobre el escenario, en la furgoneta) y que tratan de no tomarse nada demasiado en serio.

Así, las giras de El Niño Gusano poco tienen que ver con las historias asociadas a las grandes bandas anglosajonas que tanto y tan puerilmente tratan de imitar los grupos nacionales. En vez de sexo, en las giras hay torpes charlas con chicas y partidos de fútbol en camerinos; en vez de drogas, en sus desplazamientos para tocar hay opíparas comidas de mantel de cuadros y vino de la tierra o cervezas y cátering robado a grupos extranjeros en los camerinos de la televisión; en vez del rock and roll más purista, hay un gusto heterogéneo por la música como queda reflejadao en las miles de referencias que salpican el libro y que Perruca ha recopilado en una lista de Spotify que comparte con el lector. Este humor surrealista con el que afrontaron su carrera no debe hacernos olvidar lo estupendas que son sus canciones, especialmente las del último disco desde mi punto de vista, y el lugar importante que ocuparon en la escena española de los noventa, donde se codearon con grupos de la talla de Australian Blonde, Dover, Los Planetas o su querido Sr. Chinarro. 

Si bien todos los amigos que frecuentan El Fantasma de los Ojos Azules son importantes en el libro y los demás miembros de El Niño Gusano son los protagonistas de muchas anécdotas, ‘Vida de un pollo blanquecino de piel fina’ es finalmente un homenaje a Sergio Algora. El poeta, letrista y cantante fue la verdadera alma del grupo, un líder anárquico que guiaba a los tres músicos (él no tocaba ningún instrumento) desde sus poemas convertidos en canciones maravillosas, pobladas de seres que parecen sacados de cuentos y con frases que se encuentran entre las mejores del pop español. Sin embargo, y aunque tras la amarga defunción del “gusano” (precisamente cuando la veintena de sus integrantes va llegando a su fin), Algora cantó en La Costa Brava, su vida se extinguió sin llegar a los cuarenta años debido a su mala salud. Los párrafos más emocionantes del libro son aquellos que Perruca dedica al Poeta, a su compañero del alma, aquel que te hacía sentir que con él “todo es nuevo y luminoso” (34), aquel cuyo entierro se narra entre la amargura y la sonrisa (388), aquel que era, en definitiva, “el mejor amigo de todo el mundo” (704). 

Andrés Pérez Perruca ha hecho un libro desmesurado en el que, como cantaba Algora, “pone su mente al sol” para contar una historia sobre la amistad, sobre ese tipo de amistad que no se vuelve a vivir tras la veintena pero cuyo recuerdo siempre nos acompañará.


Reseña publicada en La Verdad.




sábado, 21 de septiembre de 2024

Libro de los días de Stanislaus Joyce - Diego Garrido


 
El homenaje ideal: sobre ‘Libro de los días de Stanislaus Joyce’ de Diego Garrido


Cuando uno lee a un autor tan especial como James Joyce no suelen caber términos medios: o se convierte en fanático para siempre o siente un rechazo visceral. Entiendo perfectamente a aquellos lectores que no han conseguido entrar en el ‘Ulises’, por su dificultad y extensión, o que no han quedado deslumbrados por el ‘Retrato del artista adolescente’ o los cuentos de ‘Dublineses’. Pero confieso que me encuentro entre los del otro grupo, aquellos que reconocemos al irlandés como un referente en la literatura contemporánea y las tres obras citadas, aún no me he “atrevido” con ‘Finnegans Wake’, como hitos de la misma. Los joyceanos más convencidos solemos hacer proselitismo de nuestro autor mediante artículos en periódicos, enfervorecidas recomendaciones a amigos o, incluso, acudiendo cada 16 de junio a esa fiesta dedicada en exclusiva al narrador dublinés que es el Bloomsday. Sin embargo, Diego Garrido ha ido un paso más allá y ha construido lo que considero como el homenaje ideal: ha escrito un libro, un buen libro además, sobre James Joyce. 

El origen de este ‘Libro de los días de Stanislaus Joyce’ es tanto o más original que la propia obra en sí. Diego Garrido era, hace unos años, un joven estudiante de cine que se obsesionó con la obra de James Joyce y que, no contento con solo leerla, comenzó a traducirla durante la pandemia. Pero en un momento dado, y tras conocer los diarios de Stanislaus, el hermano menor del genio dublinés, comenzó a crear una novela sobre la familia Joyce. Es esta una forma original y atrevida de compartir la pulsión joyceana con otros lectores ya que Garrido no se ha conformado con la traducción de los textos originales (entre los que se encuentran relatos pero también cartas) sino que ha decidido crear una obra nueva de su propia cosecha que bebe del mundo del autor del ‘Ulises’ pero que se erige como una creación nueva y propia de este narrador madrileño. 

Estamos, por lo tanto, ante un libro poliédrico desde su misma concepción y cuya naturaleza ficcional puede ser un tanto confusa. Si bien el propio Garrido ha definido el ‘Libro de los días de Stanislaus Joyce’ como una “novela de ficción de principio a fin”, es innegable que en él confluyen diversos materiales tanto biográficos como literarios de distinto origen. Por supuesto, tanto el texto como la propia idea deben atribuirse por completo a Diego Garrido, pero es innegable la influencia que tienen los textos joyceanos en su obra, que no se puede entender sin esa sombra constante del narrador irlandés. Además, el hecho de que la novela esté escrita como un supuesto diario elaborado por Stanislaus Joyce entre enero y mayo de 1904 hace que la biografía real de la familia del narrador se convierta en el subtexto principal de la trama. Por lo tanto, en la obra se acrisolan las vidas y experiencias de los Joyce y las del propio Garrido, responsable último del libro y del homenaje al narrador irlandés que es esta novela. 

Por todo ello en el libro se van mezclando esas tres dimensiones (la vida real de los Joyce, los textos de James y la creación de Garrido) para crear una obra novedosa pero que, a su vez, está repleta de referencias que captarán los joyceanos más fervorosos. Así, por ejemplo, encontramos en la vida que Jim (así llama el narrador a su hermano mayor) lleva durante estos meses algunos de los rasgos habituales que se le asocian, especialmente esa difícil mezcla entre genio artístico, aversión al trabajo (más allá del de la creación o el de ciertos negocios fáciles y lucrativos) y una tendencia a la vida disoluta que lo llevará, como hará en gran parte de su existencia adulta, a frecuentar prostíbulos y tabernas. Stanislaus, que reconoce la genialidad de su hermano, asiste apesadumbrado a esta turbulenta juventud (recordemos que durante este 1904 James Joyce cumplió 22 años) que no le impide crear los primeros bocetos de lo que muchos años después será el ‘Ulises’.  Aunque el libro es aún una ilusión en el horizonte, Jim tardará 18 años en verlo publicado, encontramos en este diario ficcional de Stanislaus muchos elementos que recuerdan la obra magna de su hermano. Garrido refleja en el libro el Dublín que en las páginas del clásico joyceano recorrerán el joven Stephen Dedalus y el maduro Leopold Bloom, sus mismos bares, calles, burdeles y playas y una fauna similar. Entre los personajes citados destaca el ínclito Oliver St. John Gogarty, amigo de Jim y pésima influencia para él según Stanislaus, quien en el ‘Ulises’ se convertirá en Buck Mulligan. 

Si bien los fragmentos que retratan al joven Jim son los más atrayentes para el lector joyceano, es Stanislaus el verdadero protagonista del libro al ser el autor del diario. Se trata de un veinteañero que se siente más filósofo que poeta, que admira a su hermano Jim, aunque también detesta su comportamiento irresponsable, y que se presenta como un estoico. Stanislaus sobrevive en una casa de locos, marcada por la falta de medios, regida por un padre alcohólico y brutal, y en que habitan unos hermanos igual de bebedores y egoístas y unas hermanas que intentan escapar de su destino de acabar siendo o monjas o madres abnegadas como lo fue la suya hasta su muerte. En sus escritos, el hermano menor del escritor se presenta como una persona cabal y mesurada, que trata de evitar la decadencia moral de sus familiares masculinos y de media Irlanda y que apenas bebe y que sosiega sus pulsiones sexuales. Garrido otorga gran importancia a las reflexiones de Stanislaus, algunas de las cuales se extienden demasiado desde mi punto de vista, para configurar a un personaje complejo, atenazado por su falta de decisión y por la sombra de su hermano mayor. Así, somos testigos de su filosofía vital, de su frustración en su trabajo como boticario, de su enamoramiento casi platónico y de sus gustos literarios (entre los que destacan autores como Coleridge o Leopardi).


Reseña publicada en La Verdad:



jueves, 29 de agosto de 2024

Tarántula - Eduardo Halfon

Aprender del miedo. Sobre 'Tarántula' de Eduardo Halfon



De todos los autores contemporáneos que escriben en castellano seguramente sea Eduardo Halfon uno de los que poseen un mundo literario más reconocible. Su tendencia a mezclar ficción y biografía marca, como ocurre con cualquier escritor que lo haga, que sus historias estén íntimamente ligadas a su biografía. Y es esta la que distingue significativamente a Halfon del resto de sus coetáneos. En primer lugar por su judaísmo, que no es muy habitual en nuestro ámbito lingüístico, especialmente si, como es su caso, se nace en una en un país como Guatemala, donde esta religión es minoritaria. Además, su mezcla de orígenes y los continuos cambios de lugar de residencia durante su vida son elementos esenciales en su literatura. Pero es, como vuelve a dejar claro con ‘Tarántula’, su personal manera de narrar lo que lo convierte en un autor único y tan valorado dentro de la literatura hispánica. 


Porque este breve libro vuelve a ofrecernos a los lectores que somos adictos a las obras del guatemalteco una nueva dosis de esas narraciones que, como si fueran caminos en el bosque, se bifurcan, desaparecen y vuelven a aparecer. ‘Tarántula’, como otros volúmenes de Halfon como por ejemplo ‘Canción’ (2021), posee una trama central que, sin embargo, ocupa solo una parte de las ciento ochenta páginas del libro. El resto está compuesto por pequeñas viñetas de la propia biografía del protagonista que a veces completan la historia principal pero que en otras ocasiones solo parecen relacionarse con aquella de manera tangencial. Además, el narrador guatemalteco distribuye con habilidad la tensión en la narración de las distintas tramas (o épocas de la trama principal) y suele dejar en suspenso un momento culminante de la historia hasta un capítulo posterior. A esta maestría en la organización del relato debemos añadir habituales virtudes en la narrativa de Halfon como el uso sutil del humor, la autoparodia y una prosa fluida con elementos poéticos bien dosificados. 


Otro de los aspectos habituales en esta serie de libros de Eduardo Halfon, que con ‘Tarántula’ suma ya media docena de volúmenes, es la confusión entre el autor y el protagonista del libro. En un recurso cercano a la autoficción, estas obras están narradas por un personaje que posee muchos elementos en común con el escritor guatemalteco, comenzando por su propio origen, su nombre y su profesión. Sin embargo, y como el propio Halfon ha argumentado en algunas entrevistas, debemos evitar confundir autor y personaje y no subestimar la importancia de la ficción en estas obras. A pesar de ello, el narrador de ‘Tarántula’ vuelve, como ocurría en las entregas anteriores de esta serie, a enfrentarse a los dilemas identitarios habituales en el autor guatemalteco. Entre ellos destaca, por encima de todo, su pertenencia al judaísmo. 


Si en otros libros esta cuestión se vinculaba con su relación con sus antepasados, ‘El boxeador polaco’ (2008), o con su descendencia, ‘Un hijo cualquiera’ (2022), aquí, aunque ambos están presentes, creo que Halfon ofrece una perspectiva más comunitaria de su judaísmo. El autor guatemalteco aborda un tema fundamental para los hijos o nietos de supervivientes del Holocausto: hasta qué punto son capaces de comprender lo que sufrieron sus progenitores. La trama principal se centra en un campamento al que un Eduardo preadolescente acude en mitad de la selva guatemalteca y que está dirigido exclusivamente a niños judíos. Lo que al principio parece una actividad igual a la que tantos otros jóvenes realizan cada verano, pronto se convierte en un violento simulacro de un campo de concentración nazi. El objetivo del monitor, el inquietante Samuel, es que los niños judíos aprendan la historia de su pueblo de la única forma que cree que es posible: sintiendo el mismo miedo que sus padres o abuelos sintieron en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. 


Aborda Halfon también un tema espinoso que ha dividido, y divide, a las personas de este origen en todo el mundo: ¿deben los judíos educarse en la violencia para estar listos para repeler posibles ataques antisemitas? Samuel representa la respuesta afirmativa y años después del polémico campamento se alistará en una organización secreta judía, Bitajón, dedicada a proteger a su pueblo en todo el mundo. Además, la pistola que lleva durante el campamento y que tanto miedo provoca en los niños, una Luger alemana en un guiño histórico nada casual, se convierte en un símbolo de su manera de entender el judaísmo. Frente a él, el narrador, como ocurre en toda la serie, tiene una relación mucho menos militante con respecto a su religión y se debate entre alejarse de ella y aceptar que siempre formará parte de su vida. 


Como ya señalé, el relato de la historia central de ‘Tarántula’, ubicado en 1984 y marcado por las dudas sobre la veracidad de los recuerdos del narrador, se va mezclando con fragmentos de la infancia del protagonista, en Guatemala y Estados Unidos y, especialmente, con el presente. Aquí, el narrador es ya el escritor en el que Eduardo Halfon se ha convertido y reside en Berlín, ciudad de terribles resonancias para cualquier judío, con una beca de escritura. En una visita a París para dar una conferencia se reencontrará con Regina, una de las niñas judías que asistió al campamento en Guatemala en 1984, convertida ahora en una abogada. Gracias a ella, Eduardo se reencontrará en Berlín con el enigmático Samuel, al que finalmente acabará interrogando, en una noche donde ambos confrontarán sus diferentes perspectivas sobre el judaísmo, acerca del siniestro campamento para niños judíos que organizó y que dejó en el narrador una huella indeleble. 


‘Tarántula’ es una nueva pieza de este mosaico que mediante sus libros Eduardo Halfon está construyendo sobre su vida, sus orígenes y sobre las razones de por qué lleva, como reconoce el narrador en la página 66, “toda una vida huyendo de mi casa”.


Reseña publicada en La Verdad



lunes, 29 de julio de 2024

La noche de arena - Trifón Abad

 


La oscuridad de la Murcia rural


Por culpa de las novelas y, especialmente, de las películas norteamericanas solemos ubicar los sitios más turbios de nuestro imaginario en las grandes llanuras estadounidenses, en los pantanos del sur de este país o en sus calles más problemáticas. Sin embargo, como la realidad nos recuerda con demasiada frecuencia, se cometen delitos de toda índole en casi todos los rincones (habitados) del mundo, incluso los más cercanos. Trifón Abad no ha querido irse muy lejos para situar la trama de ‘La noche de arena’ y ha escogido zonas cercanas a su Archena natal para construir esta vibrante novela negra que atrapa al lector desde el principio y no lo suelta hasta su sorprendente final.


A pesar de que Abad, que debuta en la novela con solvencia, sigue muchas de las pautas del género al que pertenece el libro, un detective solitario y torturado, un par de casos difíciles de resolver y un submundo de delincuencia y violencia, son varios los elementos que se salen del molde habitual ofreciendo un soplo de aire fresco al lector acostumbrado a esta clase de obras literarias. En primer lugar, la ya citada ubicación en la Vega Media del Segura es un punto que distingue a ‘La noche de arena’ del resto de novelas negras que apuestan por entornos urbanos o por espacios arquetípicos de Norteamérica. Como ya hiciera Miguel Ángel Hernández en su exitosa novela ‘El dolor de los demás’, donde convertía la Huerta de Murcia en un espacio de ficción, Trifón Abad hace recorrer a sus personajes las calles de Archena, los polvorientos caminos que la rodean, los inquietantes polígonos industriales semiabandonados, los resecos bancales de limoneros, el desolador desierto de Mahoya o las cuarteadas motas del río.


Por supuesto, y como el autor deja claro en la nota final, la geografía real convive con personajes de ficción, la mayoría de ellos vinculados de una manera u otra a la delincuencia. Así, en la investigación que el detective protagonista lleva a cabo aparecen mafiosos ucranianos que regentan un burdel, un empresario sin escrúpulos dueño de un desguace que se sitúa en el centro de la trama y toda una pléyade de delincuentes de poca monta que tratan de sobrevivir en un entorno duro con trapicheos de distinta índole y con diferentes estatus dentro de esta sociedad paralela de criminales. 


Otro de los aciertos del libro es que Robles, el detective privado protagonista de la novela, no investiga uno sino dos casos que se van entrelazando. Por un lado, trata de averiguar si la muerte de un chaval que trabajaba en un desguace, a la vez que se ganaba un sobresueldo trapicheando, fue realmente un accidente o un asesinato urdido por un compañero envidioso o por su siniestro jefe. Azuzado por el padre del chico muerto, un empresario que le promete una gran recompensa si averigua la verdad, Robles vuelve a ejercer la profesión de detective tras años retirado. Conforme avanza en las pesquisas, el investigador descubre que la muerte del chaval puede estar relacionada con la desaparición de Berta, su hija, de la que ocho años atrás se perdió la pista tras participar en un rave en el desierto de Mahoya. Aquel caso, nunca resuelto, destrozó la vida de Robles y ahora se encuentra con una oportunidad para por fin cerrar aquella herida que provocó su separación de su mujer y su caída en el alcoholismo y en la depresión hasta llevarlo a su situación actual: situado al margen de la sociedad y con la única compañía de su perro Wolfe. 


Además del hilo principal de la acción, en el que acompañamos al duro y determinado detective que es Juan Carlos Robles en la búsqueda de pistas sobre ambos casos y en los interrogatorios a sospechosos y testigos, el libro se enriquece mucho con los capítulos en los que seguimos a Berta en la semana previa a su desaparición. En aquella época su padre aún era un prestigioso detective que colaboraba estrechamente con la policía y cuyo éxito profesional le hacía desatender a su familia. Aquel vacío era llenado por la chica con unas compañías poco recomendables como lo eran su novio Charlie, su amiga Susana y Jonás, el peligroso novio de esta última. El autor acierta de pleno al ofrecernos esta perspectiva ya que no solo conocemos mejor a Berta y los problemas que la adolescente tenía (poco interés por los estudios, relaciones tóxicas, fiestas desenfrenadas y, sobre todo, un incipiente embarazo), sino también su entorno y los sospechosos de su desaparición al final de la semana y los motivos que tenían para ello.


Aunque como ocurre con toda buena novela negra la resolución de los dos casos, el de Berta y el del chico del desguace, son los ejes principales del libro, encontramos en él otros temas que otorgan una mayor profundidad a una obra que no es una simple novela de detectives. Entre estos asuntos que se tratan podemos citar el bullying, la escasez de oportunidades de la juventud en las zonas rurales, el uso de drogas como medio de escapar de una vida que odias o las relaciones que se establecen con las mascotas, y que en el caso del protagonista con Wolfe es más sana y duradera que con la mayoría de personas. Además, el libro cuenta con una serie de personajes secundarios que completan la historia y entre los que destacan, por su importancia en la trama, Chamorro, el enorme y acomplejado compañero de instituto de Berta que ahora es guardia de seguridad, Frías, un guardia civil retirado que ayuda a Robles, o Charo, una espontánea mujer que aportará algo de luz a la oscura existencia del detective.

Todo ello y un estilo que sabe bascular entre lo directo y lo poético, en breves pero efectivas descripciones cargadas de metáforas, convierten a ‘La noche de arena’ en un libro excelente.     

Reseña publicada en La Verdad


domingo, 16 de junio de 2024

Ulises: instrucciones de uso

 Supongo que serán conscientes de que existen en nuestra sociedad personas que de manera voluntaria realizan carreras en las que recorren a pie decenas de kilómetros. Algunos, incluso, las combinan con largas distancias a nado y a bicicleta, en esos monumentos al masoquismo que se denominan “triatlones”. Para mí, que apenas logro trotar diez mil metros y ya me parece una hazaña, es difícil entender qué puede llevar a una persona a someterse a un entrenamiento tan duro para lograr tal reto. Sin embargo, respeto y admiro su dedicación a este sufrimiento físico porque, en cierta manera, como lector me acabo de entregar a una actividad también muy exigente y que no pocas personas considerarán una locura cuando no una estupidez: leer el ‘Ulises’ de James Joyce. A pesar de las evidentes diferencias, existen, creo, paralelismos entre el reto físico del triatlón y el intelectual de leer este clásico de la literatura; ambos requieren entrenamiento previo y altas dosis de resistencia para afrontar sus dificultades y su extensión. 

Leer el ‘Ulises’ tiene, no voy a negarlo, algo de esnobismo: haberlo terminado proporcionará aparentemente prestigio entre el resto de lectores y una supuesta aura de iniciado en el mundo de la gran literatura. Por supuesto, recomiendo a todo aquel que tenga como único objetivo adquirir este pretendido prestigio que abandone su empeño ya que no merece la pena afrontar una lectura tan exigente con esa única finalidad. Además, seamos sinceros, a estas alturas la literatura es cada vez menos prestigiosa y a muy pocas personas les importan los libros que se lee el prójimo. Por eso, recomiendo otras formas menos complicadas y más efectivas de adquirir prestigio social como, por ejemplo, preparar un triatlón. 

Pero, ¿por qué es tan complicado el ‘Ulises’ de Joyce? La primera razón salta a la vista: su extensión. El lector se enfrenta a un libro que, aunque depende de la edición, suele ocupar en torno a las novecientas páginas de letra pequeña y apretada. En una época marcada por la inmediatez, el “scroll” continuo y los cantos de sirenas de las pantallas, dedicar las horas necesarias a leer un mamotreto de este tamaño parece una misión imposible. También es cierto que aún siguen triunfando “bestsellers” que superan el medio millar de páginas y que son consumidos con avidez por lectores que los devoran sin problemas, especialmente en periodos vacacionales. Por ello, creo que aun siendo una dificultad, la extensión no es el mayor óbice para enfrentarse al ‘Ulises’. 

Mayor enjundia presenta el problema del argumento. La nuestra es una sociedad basado en los relatos, ya sean en forma de serie, película, libro o mitin político; nos encanta que nos cuenten historias. Pero agradecemos que sus tramas tengan un arco narrativo claro, como el que suelen poseer las novelas más vendidas en la actualidad. Joyce optó por otorgar un lugar secundario al argumento en su obra, que si bien cuenta una historia, esta no está, ni mucho menos, entre sus principales virtudes. De hecho, la trama del ‘Ulises’ se puede resumir en unas líneas: Leopold Bloom, dublinés de origen judío, deambula durante todo un día por su ciudad y se acaba ocupando del joven Stephen Dedalus, el hijo de un amigo, al que cuida como si fuera su propio vástago. ¿Novecientas páginas sobre esto? Por supuesto existen tramas secundarias, como el adulterio de Molly, la mujer de Bloom, o las veleidades literarias de Dedalus, pero, este es el eje principal de la trama. 

Mucha mayor relevancia para entender la dimensión de clásico que ha adquirido el libro poseen las técnicas narrativas que usa Joyce. El libro es un verdadero catálogo de las posibilidades que posee un autor a la hora de contar una historia y que no se reducen al sempiterno narrador omnisciente. Por eso se trata de un libro especialmente atrayente para escritores o especialistas en literatura, porque a lo largo de sus dieciocho capítulos se van alternando el monólogo interior, la narración objetiva, los diálogos, el uso de titulares a imitación de los periódicos, el empleo de preguntas y respuestas a modo de catecismo, la imitación de estilos de distintas épocas de la literatura inglesa, la fórmula dramática con acotaciones y un largo etcétera. De entre todas ellas destaca el llamado flujo de conciencia, con el que se pretende imitar la manera en la que actúa el pensamiento humano, lo cual se traduce en frases inconexas sin puntuación y que no se atienen a las normas sintácticas. 

La complejidad de la prosa de Joyce, repleta de juegos de palabras, referencias culturales, históricas y de chistes privados, dificulta enormemente una lectura tradicional. Recomiendo, si se quiere seguir medianamente el hilo del argumento que a veces se convierte en mera divagación, dos consejos: leer los resúmenes de los argumentos que acompañan los capítulos en muchas ediciones (en mi caso, los del traductor José María Valverde) y, sobre todo, dejarse llevar. El ‘Ulises’ es una bomba en el corazón de la narratividad y pretender leerlo como un relato al uso nos aboca al fracaso; mucho más recomendable es abandonarse al fluir de su prosa cargada de lirismo, surrealismo o, directamente, carente de lógica. 

Por último, y aunque no es totalmente necesario, recomiendo conocer un poco el contexto de publicación del libro y la vida de James Joyce ya que en la obra encontramos numerosas referencias autobiográficas y a los temas que le interesaban, como el nacionalismo irlandés, el cristianismo, el pueblo judío, Shakespeare o el sexo. Además, el ‘Ulises’ es un poema de amor de un dublinés autoexiliado a su ciudad, verdadera protagonista del libro. Hoy, 16 de junio, se celebra en la capital irlandesa el Bloomsday, en el que los lectores del libro recorren los mismos espacios por los que deambularon durante esta misma jornada de 1904 Stephen Dedalus y Leopold Bloom. Brindemos por ello con una pinta de Guinnes y un riñón casi quemado y leamos, en definitiva de eso se trata, este libro tan exigente y desmesurado como genial que es el ‘Ulises’.

Texto publicado en La Verdad.



domingo, 19 de mayo de 2024

Un lugar solitario para gente sombría - Mariana Enríquez

 



El muestrario de relatos fantásticos de Mariana Enríquez


Poseen los géneros muy estandarizados como la novela histórica, la policiaca o el fantástico un rasgo que es, a la vez, problema, reto y bendición para los autores que se animan a cultivarlos. En los tres los lectores encuentran (y buscan) una serie de tópicos que han sido manejados desde siempre por los escritores y que han definido la naturaleza de cada uno de estos géneros. Se trata de situaciones, personajes o giros argumentales sobre los que se han dado tantas vueltas que es difícil ofrecer nuevas ideas (ahí está el reto) y, sin embargo, sencillísimo caer en la repetición de fórmulas anteriores (ese es el problema). A pesar de ello, existen autores que por su originalidad, conocimiento del género y maestría ofrecen a los lectores pequeñas variantes que les sorprenden y convierten a sus libros en obras atractivas para los exigentes seguidores de la tendencia cultivada (es entonces cuando aparece la bendición). 

Que la argentina Mariana Enríquez es una maestra contemporánea de la literatura fantástica es algo consensuado en el mundo de la literatura en español. Aquel hito que fue la publicación de Nuestra parte de la noche (2019), un monumento literario de un magnetismo difícil de igualar, la situaron en el podio de la narrativa en castellano actual y en, seguramente, el principal referente actual de lo fantástico en nuestro idioma. Por ello, no sorprende la calidad de esta colección de relatos pertenecientes a este género que es Un lugar soleado para gente sombría, su último libro. Tras leerlo me he quedado asombrado (y admirado, por supuesto) de la capacidad de Enríquez de ofrecer un catálogo variado de posibilidades de lo fantástico a partir de un mismo armazón que se repite, con mínimas variaciones, a lo largo de cada uno de los cuentos. Y es que si algo llama la atención del libro no es la originalidad en la estructura o en las técnicas narrativas que la autora argentina emplea: casi todos los relatos poseen una trama que avanza de manera cronológica (apenas hay saltos en el tiempo) y se guían por el habitual planteamiento (en el que se nos presenta a los protagonistas y una situación cotidiana y “normal”), un nudo (donde entra en juego el elemento sobrenatural) y un desenlace sorpresivo. 

¿Dónde está, pues, la maestría de Mariana Enríquez? Precisamente en que sin ofrecer nada demasiado novedoso en la estructura o el lenguaje de los relatos, consigue inquietar al lector con doce variantes muy diferentes entre sí y originales con respecto a sus referentes de literatura fantástica. Son relatos en los que, a pesar de su similitud, nunca se repite un tópico de este género y siempre se encuentra una variante distinta para sorprender al lector con situaciones escalofriantes que entran en la realidad de los protagonistas a través de diferentes resquicios. Es en esa capacidad para mostrarnos que nuestro mundo, ese en el que nos movemos tanto nosotros como los personajes del libro, posee espacios en sombra que no somos (no son) capaces de comprender en su totalidad donde reside la principal virtud de la buena literatura fantástica en general y de este libro en particular.  

Entre ese catálogo de variaciones de lo sobrenatural que caracteriza a Un lugar soleado para gente sombría encontramos recursos muy diferentes de lo fantástico. Por ejemplo, está el clásico tópico del fantasma, es decir, la visión de una persona que ha muerto; lo tenemos en “Mis muertos tristes”, donde una médica es la única que puede dialogar con los muchos espectros que pueblan su barrio, o en “Los pájaros de la noche”, donde la fallecida es la narradora, una niña cuyo cuerpo parece pudrirse. El monstruo, en diferentes variaciones, también aparece en el libro, como el violador sin rostro de “La desgracia en la cara” o los extraños niños sin mirada de “Ojos negros”. En otros dos relatos lo inquietante parece provocado no tanto por situaciones sobrenaturales sino por una enfermedad, como la esquizofrenia que sufre la protagonista de “Julie” o el mioma que le extirpan a la narradora de “Metamorfosis”.   

Es bastante frecuente en el libro que sea un espacio el asociado al fenómeno paranormal; así, hallamos lugares encantados como el famoso hotel Cecil de Los Ángeles en “Un lugar soleado para gente sombría”, el pueblo al que acude una pareja de urbanitas de “Un artista local”, el apartamento de “La mujer que sufre” o el edificio en ruinas de “Los himnos de las hienas”. Otros cuentos presentan lo fantástico relacionado con objetos, como los frigoríficos de “Cementerio de heladeras” o los vestidos de “Diferentes colores hechos de lágrimas”.     

Si esta originalidad y variedad en los tópicos fantásticos que Enríquez emplea son las principales virtudes del libro como representante del género, desde el punto de vista realista, es el retrato que hace de la Argentina actual lo más interesante. Salvo el relato homónimo, que se ubica en ese lugar “soleado para gente sombría” que es California, todos los cuentos se desarrollan en el país natal de la autora. Los pueblos que aparecen y sobre todo los barrios de Buenos Aires aparecen marcados por la inseguridad, la crisis económica y el deterioro urbano. En “Ojos negros” se resume bastante bien este ambiente desesperanzado que vive el país en un relato centrado en tres trabajadores de una ONG que ayuda a sin techo de la capital porteña y en la que se señala que “todo estaba en tambaleo al borde del derrumbe” (pág. 215), en una frase que vale no solo para su situación sino para todo el país.  

Desde esta perspectiva contemporánea y centrada en su país, Mariana Enríquez vuelve a demostrar su maestría en la narrativa fantástica con una colección de relatos de factura similar (quizás demasiado) pero desarrollos dispares.


Reseña publicada en La Verdad





domingo, 14 de abril de 2024

Cúbit - Vicente Luis Mora




Los futuros posibles de Vicente Luis Mora

 

            Seguramente sean el cambio climático y la inteligencia artificial (IA) los dos asuntos que más interesen actualmente al ser humano cuando se le interroga por el futuro de nuestra civilización. Mientras que el primero se presenta como una nube negra cada vez más cercana y difícil de disipar por culpa de nuestra propia contaminación, los límites éticos de la IA aparecen como un tema que antes o después deberemos debatir. Las respuestas a los peligros del primero y las herramientas para evitar el colapso ambiental deben venir de los científicos, aunque sea toda la ciudadanía la responsable directa de ponerle freno. En cuanto a las cuestiones morales que atañen a la IA, quizás sea la filosofía el campo que mejores respuestas ofrezca. Sin embargo, a día de hoy es la literatura la que puede plantear los posibles escenarios que el planeta puede vivir en un futuro y lo hace mediante el género que con mayor acierto se ha adelantado al porvenir: la novela.

            Vicente Luis Mora continúa la senda de narradores que como George Orwell (desde la distopía) o Julio Verne (desde la ciencia ficción) se han convertido en verdaderos oráculos del devenir científico o social de nuestra civilización. Serán estos dos géneros por los que transite Cúbit, una novela de una gran complejidad estructural y con una sólida base teórica detrás que nos presenta un futuro (plausible) del planeta Tierra. En este escenario, ubicado en una década próxima que no se concreta, el ser humano ha provocado que los dos fenómenos antes citados, el cambio climático y la inteligencia artificial, alcancen un desarrollo mucho mayor que el actual. La contaminación es enorme en casi todo el planeta y el nivel de oxígeno va a ir decayendo de manera alarmante; paralelamente, la inteligencia artificial ha adquirido conciencia propia convirtiéndose en lo que novela se llama IAR (añadiéndole el adjetivo “real” al sintagma actual).

            Ante esta encrucijada en la que se encuentra la humanidad, Mora opta por darle el protagonismo a dos seres no humanos, que, aparentemente, poseen el objetivo contrario de eliminar y de salvar a nuestra estúpida especie. La encargada de ayudar a ese torpe y soberbio animal que ha llevado al clima del planeta hasta casi un punto de no retorno es Cúbit, un extraño ser con la apariencia de una niña que pertenece a una especie anterior al Homo Sapiens llamada los itrios. Estos humanoides, según se cuenta en la novela, sufrieron una regresión por el ataque de los seres humanos y por su infertilidad, hasta quedar reducidos a Cúbit. A pesar de su aspecto infantil, se trata de un ser telúrico (hecho de piedra) que posee el enorme conocimiento que acumuló su pueblo, mucho mayor que el de los seres humanos, y que tras aparecer en un glaciar chileno guiará a Alcio, el científico al que le encargan reconocer a este extraño ser, para acabar con Ibris. Este personaje, también con aspecto infantil, será el antagonista de Cúbit y con la colaboración del resto de Inteligencias Artificiales Reales, tratarán de acabar con la raza humana por haber contaminado el planeta.

            En esta lucha entre Ibris y Cúbit (entre los itrios y las IAR; entre lo prehumano y lo posthumano), los hombres aparecen como personajes ridículos, poseedores de una inteligencia menor y responsables del deterioro de planeta Tierra. Incluso Alcio, un prestigioso aunque también polémico científico, es un simple aprendiz que se deja aconsejar por la “niña” itria. Esta sátira a los comportamientos humanos alcanza su mayor grado en la novela cuando los dos protagonistas llegan a Madrid y se entrevistan con el gobierno español. Alcio y Cúbit descubren a unos mandatarios que les han dado la espalda a los problemas reales del país y se preocupan más por mantener la idea de diversidad que por la decadencia de un estado retratado como un país subdesarrollado.

            Esta trama principal va mezclándose, como es necesario en toda novela ambientada en el futuro, con el relato de lo que ha ocurrido desde nuestra época hasta el presente de la novela, para que el lector comprenda los cambios tecnológicos y sociales vividos en el planeta. Si a ello le sumamos que también se nos va contando quiénes son los itrios, Cúbit lo hace con Alcio, y que no existe un único narrador, en cada fragmento escuchamos la voz de uno de los personajes que se van identificando con un código binario de unos y ceros, podemos entender la densidad de una novela que no alcanza las doscientas páginas pero que exige un lector atento.

            Además de esta temática distópica central en la historia, existen otros dos temas que adquieren gran importancia y que se entienden por el carácter de crítico literario del autor: el lenguaje y la metaliteratura. Mora emplea un idiolecto muy peculiar para Cúbit, que habla con un español simplificado, en el que todos los verbos se conjugan como si fueran regulares. Por su parte, la inteligencia artificial, por su carácter no humano y por lo tanto no binario, usa el lenguaje inclusivo. En relación al carácter metaliterario del libro, uno de los personajes, un crítico llamado Bende Mann, ofrece en uno de los capítulos finales varias hipótesis sobre cuál de los protagonistas es el autor de la novela. A ello debemos sumar que uno de los personajes principales, Nadia, la hija de Alcio, es novelista.

            Cúbit se presenta como una novela de gran complejidad pero atractiva para el lector interesado en las reflexiones sobre el futuro más inmediato de la humanidad. Una novela que nos habla de cómo esos datos que otorgamos de manera gratuita y despreocupada a las empresas de IA, poseen un valor del que no somos conscientes.


Reseña publicada en La Verdad.




martes, 26 de marzo de 2024

El ángel de piedra - Margaret Laurence

 


El ángel de piedra, Margaret Laurence, Libros del Asteoride, 2024, 336 págs.

 

            Por su intrínseco dinamismo y por la perspectiva de futuro que lleva aparejada la juventud es la protagonista de una parte importante de las novelas  escritas en nuestra cultura. Las primeras décadas de la vida del ser humano están caracterizadas por los cambios, internos y externos, y por un aprendizaje continuo que ha sido relatado en el género conocido como bildungsroman. Sin embargo, son mucho menos frecuentes los libros que se ocupen de la última parte de la vida de sus protagonistas, de su vejez. No sé si por la perspectiva amenazante de la muerte o por ser menos pródiga en viajes (tanto psicológicos como espaciales) la narrativa no se ha centrado tanto en ella salvo en excelentes excepciones como, por citar dos de las más conocidas, La lluvia amarilla de Julio Llamazares o El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez. Para completar esta exigua lista Libros del Asteroide acaba de publicar, con traducción de Miguel Temprano, la estupenda El ángel de piedra de Margaret Laurence, un agudo y profundo retrato de la mente del ser humano en su última etapa.

            Publicada originalmente en 1964 por una escritora canadiense afincada en Inglaterra, el libro está narrado por Hagar Shipley, una anciana que ha superado los noventa años y que es la absoluta protagonista del libro. La narradora vive en una ciudad de Canadá junto a su hijo Marvin y su nuera Doris, que la cuidan y aguantan sus cambios de humor. Con el uso de una narración en presente, vamos conociendo el día a día de la nonagenaria y, sobre todo, su manera de ver el mundo a una edad tan avanzada. Hagar se lamenta una y otra vez de la condescendencia con la que es tratada y de cómo todo el mundo la infantiliza por los pequeños problemas de memoria y de movilidad que va teniendo. Pero, y aunque le cueste expresar sus sentimientos ante Marvin y Doris, en su fuero interno la anciana reconoce sus veleidades, y se suele arrepentir inmediatamente de las malas respuestas que dedica con frecuencia a sus familiares más cercanos o al sacerdote que intenta ayudarla.

            A pesar de que Margaret Laurence no había cumplido aún los cuarenta años cuando publicó el libro, deslumbra su conocimiento de la psicología de una persona de avanzada edad. Gracias al monólogo interior de Hagar, somos testigos de una personalidad que bascula siempre entre el victimismo (cuando cree que la tratan mal o que quieren aprovecharse de su falta de reflejos) y la culpabilidad (al reconocer sus propios errores). Se enfrenta la protagonista a una situación incómoda, debe ser cuidada debido a su edad y a sus problemas de salud y de memoria, que no termina nunca de aceptar por algo que suele ocurrir con los ancianos: no son conscientes del deterioro de su cuerpo y mente. Esa incomodidad hacia el trato de Marvin y Doris se convierte en algo cercano al odio cuando estos le plantean la posibilidad de que abandone la casa (que ella misma compró) para trasladarse a una residencia en la que serían unos profesionales los que se ocuparían de sus necesidades.  

            Los párrafos en los que se describen los esfuerzos ímprobos que debe hacer Hagar para bajar una escalera o para recordar una conversación que acaba de tener alcanzan una intensidad y una veracidad digna de elogio. Al igual que es deslumbrante el retrato que la propia narradora hace de un cuerpo marcado por el paso del tiempo y que no termina de reconocer. En la página 91 la protagonista se mira en el espejo y observa que “la piel tiene ese color blanco plateado que atribuimos a los animales que imaginamos que viven bajo la superficie del mar, donde no llega el sol” o que su pelo ha perdido su lustroso color negro para ser “como el damasco guardado demasiado tiempo en un sótano húmedo”.

            Además de estos temas tan asociados a la vejez como son el desvalimiento, la degradación física y mental y la falta de independencia, Margaret Laurence otorga gran importancia en el libro a otro elemento habitual en la última etapa de la vida: el recuerdo de la juventud. Sin apenas nostalgia y con una exactitud que contrasta con las dificultades para relatar hechos del presente, Hagar va repasando la primera parte de su vida, en la que vivió en Manawaka, un pueblo de las praderas canadienses fundado, entre otras, por su familia. Allí, bajo la mirada del ángel de piedra que su padre hizo erigir en el cementerio para recordar a su mujer, muerta en el parto de su hija, y que da título al libro, la protagonista va creciendo en episodios que va intercalando entre sus vivencias del presente.

            Destacan en esta parte de la vida de Hagar dos rasgos de su carácter que aún están presentes en su vejez determinando su respuesta a la decrepitud: la independencia y la tozudez. Si en el presente no acepta los cuidados de su hijo y de su nuera, en su juventud tampoco se amoldó a lo que esperaban de ella primero su padre, de quien se aleja por casarse con un hombre mayor y más pobre que su familia, y después su propio marido, del que se separa tras un matrimonio sin amor y sin apenas dinero en el que solo el sexo satisface a Hagar, como ella reconocerá más tarde. Completará el trío de hombres que ha marcado su vida su hijo menor, John, que, a pesar de tener un comportamiento mucho más errático que el del bueno de Marvin, será el preferido de la protagonista.

            Con esa lucidez que la vejez otorga al análisis de situaciones de la juventud, Hagar sentencia, al hablar de su marido, que “nada cambia nunca de golpe” (pág. 102). Es esta una de las muchas agudas reflexiones sobre el paso del tiempo y sobre la vida desde la senectud que nos ofrece esta soberbia novela que es El ángel de piedra.