domingo, 14 de abril de 2024

Cúbit - Vicente Luis Mora




Los futuros posibles de Vicente Luis Mora

 

            Seguramente sean el cambio climático y la inteligencia artificial (IA) los dos asuntos que más interesen actualmente al ser humano cuando se le interroga por el futuro de nuestra civilización. Mientras que el primero se presenta como una nube negra cada vez más cercana y difícil de disipar por culpa de nuestra propia contaminación, los límites éticos de la IA aparecen como un tema que antes o después deberemos debatir. Las respuestas a los peligros del primero y las herramientas para evitar el colapso ambiental deben venir de los científicos, aunque sea toda la ciudadanía la responsable directa de ponerle freno. En cuanto a las cuestiones morales que atañen a la IA, quizás sea la filosofía el campo que mejores respuestas ofrezca. Sin embargo, a día de hoy es la literatura la que puede plantear los posibles escenarios que el planeta puede vivir en un futuro y lo hace mediante el género que con mayor acierto se ha adelantado al porvenir: la novela.

            Vicente Luis Mora continúa la senda de narradores que como George Orwell (desde la distopía) o Julio Verne (desde la ciencia ficción) se han convertido en verdaderos oráculos del devenir científico o social de nuestra civilización. Serán estos dos géneros por los que transite Cúbit, una novela de una gran complejidad estructural y con una sólida base teórica detrás que nos presenta un futuro (plausible) del planeta Tierra. En este escenario, ubicado en una década próxima que no se concreta, el ser humano ha provocado que los dos fenómenos antes citados, el cambio climático y la inteligencia artificial, alcancen un desarrollo mucho mayor que el actual. La contaminación es enorme en casi todo el planeta y el nivel de oxígeno va a ir decayendo de manera alarmante; paralelamente, la inteligencia artificial ha adquirido conciencia propia convirtiéndose en lo que novela se llama IAR (añadiéndole el adjetivo “real” al sintagma actual).

            Ante esta encrucijada en la que se encuentra la humanidad, Mora opta por darle el protagonismo a dos seres no humanos, que, aparentemente, poseen el objetivo contrario de eliminar y de salvar a nuestra estúpida especie. La encargada de ayudar a ese torpe y soberbio animal que ha llevado al clima del planeta hasta casi un punto de no retorno es Cúbit, un extraño ser con la apariencia de una niña que pertenece a una especie anterior al Homo Sapiens llamada los itrios. Estos humanoides, según se cuenta en la novela, sufrieron una regresión por el ataque de los seres humanos y por su infertilidad, hasta quedar reducidos a Cúbit. A pesar de su aspecto infantil, se trata de un ser telúrico (hecho de piedra) que posee el enorme conocimiento que acumuló su pueblo, mucho mayor que el de los seres humanos, y que tras aparecer en un glaciar chileno guiará a Alcio, el científico al que le encargan reconocer a este extraño ser, para acabar con Ibris. Este personaje, también con aspecto infantil, será el antagonista de Cúbit y con la colaboración del resto de Inteligencias Artificiales Reales, tratarán de acabar con la raza humana por haber contaminado el planeta.

            En esta lucha entre Ibris y Cúbit (entre los itrios y las IAR; entre lo prehumano y lo posthumano), los hombres aparecen como personajes ridículos, poseedores de una inteligencia menor y responsables del deterioro de planeta Tierra. Incluso Alcio, un prestigioso aunque también polémico científico, es un simple aprendiz que se deja aconsejar por la “niña” itria. Esta sátira a los comportamientos humanos alcanza su mayor grado en la novela cuando los dos protagonistas llegan a Madrid y se entrevistan con el gobierno español. Alcio y Cúbit descubren a unos mandatarios que les han dado la espalda a los problemas reales del país y se preocupan más por mantener la idea de diversidad que por la decadencia de un estado retratado como un país subdesarrollado.

            Esta trama principal va mezclándose, como es necesario en toda novela ambientada en el futuro, con el relato de lo que ha ocurrido desde nuestra época hasta el presente de la novela, para que el lector comprenda los cambios tecnológicos y sociales vividos en el planeta. Si a ello le sumamos que también se nos va contando quiénes son los itrios, Cúbit lo hace con Alcio, y que no existe un único narrador, en cada fragmento escuchamos la voz de uno de los personajes que se van identificando con un código binario de unos y ceros, podemos entender la densidad de una novela que no alcanza las doscientas páginas pero que exige un lector atento.

            Además de esta temática distópica central en la historia, existen otros dos temas que adquieren gran importancia y que se entienden por el carácter de crítico literario del autor: el lenguaje y la metaliteratura. Mora emplea un idiolecto muy peculiar para Cúbit, que habla con un español simplificado, en el que todos los verbos se conjugan como si fueran regulares. Por su parte, la inteligencia artificial, por su carácter no humano y por lo tanto no binario, usa el lenguaje inclusivo. En relación al carácter metaliterario del libro, uno de los personajes, un crítico llamado Bende Mann, ofrece en uno de los capítulos finales varias hipótesis sobre cuál de los protagonistas es el autor de la novela. A ello debemos sumar que uno de los personajes principales, Nadia, la hija de Alcio, es novelista.

            Cúbit se presenta como una novela de gran complejidad pero atractiva para el lector interesado en las reflexiones sobre el futuro más inmediato de la humanidad. Una novela que nos habla de cómo esos datos que otorgamos de manera gratuita y despreocupada a las empresas de IA, poseen un valor del que no somos conscientes.


Reseña publicada en La Verdad.




martes, 26 de marzo de 2024

El ángel de piedra - Margaret Laurence

 


El ángel de piedra, Margaret Laurence, Libros del Asteoride, 2024, 336 págs.

 

            Por su intrínseco dinamismo y por la perspectiva de futuro que lleva aparejada la juventud es la protagonista de una parte importante de las novelas  escritas en nuestra cultura. Las primeras décadas de la vida del ser humano están caracterizadas por los cambios, internos y externos, y por un aprendizaje continuo que ha sido relatado en el género conocido como bildungsroman. Sin embargo, son mucho menos frecuentes los libros que se ocupen de la última parte de la vida de sus protagonistas, de su vejez. No sé si por la perspectiva amenazante de la muerte o por ser menos pródiga en viajes (tanto psicológicos como espaciales) la narrativa no se ha centrado tanto en ella salvo en excelentes excepciones como, por citar dos de las más conocidas, La lluvia amarilla de Julio Llamazares o El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez. Para completar esta exigua lista Libros del Asteroide acaba de publicar, con traducción de Miguel Temprano, la estupenda El ángel de piedra de Margaret Laurence, un agudo y profundo retrato de la mente del ser humano en su última etapa.

            Publicada originalmente en 1964 por una escritora canadiense afincada en Inglaterra, el libro está narrado por Hagar Shipley, una anciana que ha superado los noventa años y que es la absoluta protagonista del libro. La narradora vive en una ciudad de Canadá junto a su hijo Marvin y su nuera Doris, que la cuidan y aguantan sus cambios de humor. Con el uso de una narración en presente, vamos conociendo el día a día de la nonagenaria y, sobre todo, su manera de ver el mundo a una edad tan avanzada. Hagar se lamenta una y otra vez de la condescendencia con la que es tratada y de cómo todo el mundo la infantiliza por los pequeños problemas de memoria y de movilidad que va teniendo. Pero, y aunque le cueste expresar sus sentimientos ante Marvin y Doris, en su fuero interno la anciana reconoce sus veleidades, y se suele arrepentir inmediatamente de las malas respuestas que dedica con frecuencia a sus familiares más cercanos o al sacerdote que intenta ayudarla.

            A pesar de que Margaret Laurence no había cumplido aún los cuarenta años cuando publicó el libro, deslumbra su conocimiento de la psicología de una persona de avanzada edad. Gracias al monólogo interior de Hagar, somos testigos de una personalidad que bascula siempre entre el victimismo (cuando cree que la tratan mal o que quieren aprovecharse de su falta de reflejos) y la culpabilidad (al reconocer sus propios errores). Se enfrenta la protagonista a una situación incómoda, debe ser cuidada debido a su edad y a sus problemas de salud y de memoria, que no termina nunca de aceptar por algo que suele ocurrir con los ancianos: no son conscientes del deterioro de su cuerpo y mente. Esa incomodidad hacia el trato de Marvin y Doris se convierte en algo cercano al odio cuando estos le plantean la posibilidad de que abandone la casa (que ella misma compró) para trasladarse a una residencia en la que serían unos profesionales los que se ocuparían de sus necesidades.  

            Los párrafos en los que se describen los esfuerzos ímprobos que debe hacer Hagar para bajar una escalera o para recordar una conversación que acaba de tener alcanzan una intensidad y una veracidad digna de elogio. Al igual que es deslumbrante el retrato que la propia narradora hace de un cuerpo marcado por el paso del tiempo y que no termina de reconocer. En la página 91 la protagonista se mira en el espejo y observa que “la piel tiene ese color blanco plateado que atribuimos a los animales que imaginamos que viven bajo la superficie del mar, donde no llega el sol” o que su pelo ha perdido su lustroso color negro para ser “como el damasco guardado demasiado tiempo en un sótano húmedo”.

            Además de estos temas tan asociados a la vejez como son el desvalimiento, la degradación física y mental y la falta de independencia, Margaret Laurence otorga gran importancia en el libro a otro elemento habitual en la última etapa de la vida: el recuerdo de la juventud. Sin apenas nostalgia y con una exactitud que contrasta con las dificultades para relatar hechos del presente, Hagar va repasando la primera parte de su vida, en la que vivió en Manawaka, un pueblo de las praderas canadienses fundado, entre otras, por su familia. Allí, bajo la mirada del ángel de piedra que su padre hizo erigir en el cementerio para recordar a su mujer, muerta en el parto de su hija, y que da título al libro, la protagonista va creciendo en episodios que va intercalando entre sus vivencias del presente.

            Destacan en esta parte de la vida de Hagar dos rasgos de su carácter que aún están presentes en su vejez determinando su respuesta a la decrepitud: la independencia y la tozudez. Si en el presente no acepta los cuidados de su hijo y de su nuera, en su juventud tampoco se amoldó a lo que esperaban de ella primero su padre, de quien se aleja por casarse con un hombre mayor y más pobre que su familia, y después su propio marido, del que se separa tras un matrimonio sin amor y sin apenas dinero en el que solo el sexo satisface a Hagar, como ella reconocerá más tarde. Completará el trío de hombres que ha marcado su vida su hijo menor, John, que, a pesar de tener un comportamiento mucho más errático que el del bueno de Marvin, será el preferido de la protagonista.

            Con esa lucidez que la vejez otorga al análisis de situaciones de la juventud, Hagar sentencia, al hablar de su marido, que “nada cambia nunca de golpe” (pág. 102). Es esta una de las muchas agudas reflexiones sobre el paso del tiempo y sobre la vida desde la senectud que nos ofrece esta soberbia novela que es El ángel de piedra.




jueves, 22 de febrero de 2024

Perro negro - Miguel Ángel Oeste


 
Perro negro, Miguel Ángel Oeste, Tusquets, 288 págs.

     De entre todos los miembros del siniestro “club de los 27” (los músicos famosos que fallecieron a esa edad) es Nick Drake uno de los que menos encaja con algunos de los estereotipos asociados a él. En primer lugar, aunque esto es anecdótico, ni siquiera llegó a cumplir esa edad ya que se suicidó con veintiséis años.  Además, al contrario que los Cobain, Hendrix o Joplin, Drake no fue un músico de éxito en vida y solo tras su trágica y prematura muerte se ha convertido en un autor de culto para un número amplio de amantes de su música delicada y poética. Sin embargo, y tal y como Miguel Ángel Oeste nos muestra en Perro negro, sí encontramos en su biografía algunos de los hitos más recurrentes de estos artistas.

    En primer lugar, y lo que es más importante, Drake fue el autor de tres discos excelentes que han tenido un amplio eco en autores de generaciones posteriores. Además, poseyó una personalidad atormentada, con estancias en centros psiquiátricos y con tratamientos que no siempre le ayudaron a superar los miedos que le atenazaban en el escenario, donde apenas fue capaz de dar un puñado de conciertos por su miedo escénico, y su frustración por no hallar más que el éxito, el cariño del público. El fracaso comercial de sus tres discos fue, según se defiende en la novela, un elemento fundamental en el descenso a los infiernos de un joven que en su adolescencia y antes de dedicarse a la música aparece con una alegría y unas ganas de vivir que no se asocian al chico melancólico que las letras de sus canciones y su pose en las fotografías de su época de cantautor han dejado en la memoria colectiva.

    Con estos mimbres, un joven de una gran sensibilidad y enorme atractivo, con un padre autoritario que le exige estudiar o trabajar, y una relación de amor y odio con la música, Oeste podría haber optado por una biografía canónica o, en un ámbito más cercano a lo que es Perro negro, por una novelización de la vida de Drake que siguiera su naufragio vital. Sin embargo, y de manera inteligente desde mi punto de vista, el autor malagueño opta por dejar fuera de plano al músico y crear una historia protagonizada no directamente por él sino por varios personajes que se mueven a su alrededor, atraídos por su magnética y esquiva personalidad. Entre ellos aparecen los padres y Gabrielle, la hermana de Nick, Sophia, una enigmática joven que tuvo una relación ambigua con el músico que se sintió obsesionado por ella, diversos amigos y colaboradores de Nick que van aportando su perspectiva de alguien al que los años han convertido en leyenda. Pero son dos de estas personas las verdaderas protagonistas de la novela: Richard y Janet.

    El primero es un exitoso actor, inspirado en el trágicamente fallecido Heath Ledger como el autor reconoce en el epílogo, que desea realizar una película sobre Drake y comienza a documentarse sobre su vida. Entre los amigos de Nick con los que se entrevista se encuentra Janet, que conoció en el vibrante Londres de finales de los sesenta al músico y que compartió algunos momentos con él estableciendo una relación que basculó entre el interés (se la llega a definir como “groupie”) y una especie de amor platónico que jamás se hizo físico. La obsesión de Richard por la figura del cantautor inglés va pareja al deterioro de su propia salud mental; el actor, a la par que va conociendo más sobre Drake, entra en una espiral de drogas y de soledad cada vez mayor que lo alejan de Erika, su pareja. Por su parte, Janet también arrastra serios problemas mentales arraigados en su difícil infancia (en la que perdió a toda su familia) y en el desinterés que su idolatrado Nick mostró por ella y que provocaron que viva encerrada durante más de treinta años en un apartamento neoyorquino.

    Perro negro es una novela interesante, mucho mejor en la segunda parte (cuando se alternan las voces de Richard y Janet) que en la primera (algo errática), en la que hallamos mucho más que la historia del músico Nick Drake. Oeste crea una obra en la que los tres protagonistas (Janet, Richard y el propio cantautor) se ven arrastrados hacia las simas más oscuras de sus interiores. 

domingo, 4 de febrero de 2024

La mala costumbre - Alana S. Portero

 


El vía crucis de la disforia de género. Sobre La mala costumbre  de Alana S. Portero.

 

Actualmente la disforia de género afecta a muchos niños, niñas, adolescentes y jóvenes, y, aunque se trata de una situación que suele ser complicada, existe cada vez mayor concienciación en la sociedad española. Por supuesto, hay un camino largo aún por recorrer como colectividad, pero las personas que la sufren y sus familiares poseen bastantes referentes de personas que han cambiado de género. Sin embargo, en los años ochenta y noventa, que ya no están tan cerca como muchos de nosotros aún nos creemos, la transexualidad se veía con numerosos prejuicios y era muy poco aceptada en nuestro país. ¿Cómo era crecer en aquel país para una persona trans? Alana S. Portero responde a ello en este libro tan difícil como necesario y tan brutal como bonito.

La protagonista, que tiene mucho de la autora aunque ella ha aclarado que esta novela no es una autobiografía, es una niña que ha nacido en el cuerpo de un niño y que habita en los años ochenta en el madrileño barrio de San Blas, una zona obrera muy alejada (más cultural que geográficamente) del centro de la capital. Como apunta la narradora “todas las niñas trans crecemos solas” (78) y, en este caso, lo debe hacer arrastrando la negación de su propia identidad y los prejuicios de los demás. Se establece a lo largo de toda la infancia de la narradora una lucha entre lo que los demás esperan de ella, su madre quiere “un machote”, y lo que en su interior anida aunque no sea fácil ponerle nombre y los espejos se conviertan en el peor enemigo posible ya que devuelven una imagen que no es la que siente como la real. Por ello, durante todo el libro, que se centra en los primeros años de la protagonista pero que también llega hasta la juventud pasando por la adolescencia, la narradora debe luchar contra la disforia a lo largo de un camino que está lleno de lágrimas, incomprensión, violencia, rechazo y enfermedades mentales.

Sin embargo, durante todos estos años de vía crucis, la narradora encuentra una serie personas que la ayudan, conformando una especie de panteón laico al que va dedicando varios capítulos del libro. Quizás las más importantes, por su carácter de referente, son las mujeres transexuales que va conociendo en su infancia y juventud. Destacan entre ellas La Peluca, una vecina de San Blas al que todo el mundo teme, Eugenia, una prostituta del centro de Madrid, y, sobre todo, Margarita. Esta mujer, que vive durante la infancia de la narradora en un piso cercano junto a su anciana madre, representa el lugar que durante tantos años hubieron de ocupar las transexuales en nuestra sociedad; tras ejercer la prostitución durante años, en su madurez debe adoptar un perfil bajo, sin provocar escándalos y ayudando a los demás, para ser aceptada, aunque nunca con un trato igualitario, en el barrio. El ejemplo de dignidad de Margarita y la ternura en la relación que establece años después con ella la protagonista cuando ya es una adulta se encuentran entre lo mejor del libro.

También mitigarán la terrible amargura de la protagonista, enfrentada durante toda su vida a la disforia, algunos hombres homosexuales, como Jay, su primero amor, o Antonio, el dueño de un bar de Chueca donde encuentra, por primera vez, un lugar seguro. La familia también aparece como un espacio de amparo, con unos padres y un hermano mayor protectores, aunque no de total libertad, ya que ni ellos ni la protagonista parecen nunca preparados para afrontar la conversación sobre su verdadera identidad. Además, la llegada de este momento se va dilatando por algunos episodios de violencia que sufre cuando intenta integrarse en espacios típicamente masculinos como un gimnasio donde aprende kárate o la grada de un estadio de fútbol. En ambos sufrirá ataques, verbales en el primer caso y físicos en el segundo, que provocarán que la narradora acabe retrayéndose aún más.  

Además de la lucha contra la disforia de género de la protagonista, en La mala costumbre destaca también el retrato que Alana S. Portero realiza de la vida en un barrio obrero de Madrid durante los años ochenta. La descripción de San Blas está despojado de casi cualquier rastro de nostalgia, salvo el elogio de la solidaridad existente en la época que hoy ha desaparecido, y se nos muestra con crudeza la difícil vida de familias como la suya. Con una acusada conciencia de clase, la narradora critica las trabas que se les ponían a los habitantes de su barrio como la precariedad de las viviendas, las duras condiciones laborales o la lacra de la heroína, que acabó con una generación entera de jóvenes. Aunque el libro se centra en las dificultades que debían soportar mujeres trans como Margarita, también se critica la tolerancia que existía en aquella sociedad con la violencia machista, ejemplificada en Aurelio, el brutal vecino que maltrata sin piedad a su mujer y sus hijos.

Los capítulos dedicados a su juventud no son alcanzan el nivel que, desde mi punto de vista, posee el excepcional relato de la infancia de la narradora en este duro contexto. Creo que una de las razones de que esta parte central no sea del todo redonda es el abuso de la alegoría (emplea términos como “ninfa” y “hombres-dragones”) en la narración de episodios sórdidos como los encuentros en cuartos oscuros. Sin embargo, el libro vuelve a remontar en su fase final, donde la narradora, en la treintena, debe regresar a la casa familiar por la precariedad de su contrato laboral. Es allí cuando se produce el ya relatado reencuentro con Margarita que será fundamental para que la protagonista, acabe, por fin, enfrentando sus miedos.

Alana S. Portero ha escrito un libro sobresaliente, crudo y violento pero también tierno y esperanzado. Una obra sobre las dificultades que tiene que enfrentar la protagonista para aceptarse a sí misma y ser la mujer que es.


Reseña publicada en La Verdad. 



lunes, 22 de enero de 2024

Kilómetro 101, Maxim Ósipov

 


Kilómetro 101, Maxim Ósipov, Libros del Asteroide, 2024, 232 págs.

 

Aunque aparezca a diario en nuestros medios de comunicación, desde España es poco lo que se sabe del día a día de Rusia. Se trata de un país alejado geográficamente y al que ahora mismo es difícil acceder con nuestro pasaporte. Frente a las cuestiones políticas y bélicas que todos conocemos, la vida cotidiana de los rusos y su forma de ser no suelen ocupar un lugar preponderante en nuestro imaginario. Por suerte, tenemos la literatura y, en el caso ruso, una enorme tradición que sí que ha permeado mediante sus traducciones en nuestro país. Para conocer mejor la idiosincrasia del pueblo ruso ahora se publica en España, con traducción de Ricardo de San Vicente, este punzante y esclarecedor libro de Maxim Ósipov.

Y es que el principal valor de la primera y principal sección del libro, titulada como la obra y cuyo subtítulo es definitorio (“Crónica de la vida de provincias”), nos narra el día a día de un cardiólogo en la pequeña localidad de N. Es evidente el trasfondo autobiográfico de estas páginas ya que Ósipov se dedica a la misma especialidad médica y se asentó en Tarusa, la pequeña ciudad que comparta muchos rasgos con N. Las razones para trasladarse allí son dos: por un lado pretende alejarse de Moscú y por otro volver a la población en la que vivió de niño y a la que su bisabuelo, también médico, se asentó en una especie de exilio interior que compartieron muchos intelectuales y que les obligaba a elegir ciudades como esta situadas a más de 100 kilómetros de la capital (de ahí el título del libro).

A lo largo de esta primera mitad del libro el autor va encadenando anécdotas en el hospital de N. con reflexiones sobre las peculiaridades rusas. Así, vamos conociendo la corrupción, cierto fatalismo, un humor más bien negro, los estragos del alcoholismo, la nostalgia de la época soviética y también las precarias condiciones que tienen que enfrentar los trabajadores del hospital. El estilo de Ósipov destaca por su humor irónico y por su inteligencia, pero también por cierta falta de cohesión, se salta de un episodio a otro sin apenas transición, que al principio puede dificultar la lectura. También destacan las frecuentes referencias o citas de libros de autores rusos o de la Biblia, que muestran la importancia de la cultura en una ciudad a la que se vincularon numerosos artistas como la poeta  Marina Tsvetáyeva.

La segunda parte del libro está formada por textos que, si bien ahondan en los mismos temas y están protagonizados por médicos en los que encontramos de nuevo ecos del autor, sí poseen estructuras más cercanas al relato. Así, se narran el largo viaje en tren del protagonista para asistir a un congreso, en el que coincidirá con dos peculiares personajes del hampa local, la aventura que supone conseguir la vacuna del coronavirus y una rápida y delirante visita a Estados Unidos para acompañar a una paciente. Mención aparte merece el último texto, en el que se cambia totalmente de tono por uno mucho más serio para narrar cómo el autor logró escapar de Rusia y del régimen de Putin al inicio de la guerra de Ucrania para establecerse en Alemania. Las reflexiones aquí son de un calado mayor por la terrible circunstancia en la que se ven envueltos tanto el narrador como el país.  

Kilómetro 101 se nos presenta, por lo tanto, como un libro estupendo para conocer mejor la compleja realidad rusa contemporánea.

domingo, 7 de enero de 2024

Maldeniña - Lorena Salazar Masso

 


La infancia borrada. Sobre Maldeniña de Lorena Salazar Masso

 

Planteaba la colombiana Lorena Salazar Masso (Medellín, 1991) en su anterior novela, Esta herida llena de peces, una historia sobre las dificultades de la maternidad y sobre cómo esta acaba vinculándose a la situación económica y social en la que vive la persona que la ejerce. Dos años después de aquel excelente debut en el género, la editorial Tránsito publica esta novela que viene a confirmar a Salazar Masso como una autor a seguir y que, en cierta manera, funciona como el envés de su primera obra.

 

Si, como ya he señalado, la maternidad era el tema principal en aquella, en Maldeniña es su ausencia la que determinará toda la trama. Isa, la niña protagonista, no conoció a su madre y vive con un padre que apenas la cuida y que parece, en algunas ocasiones, haberla incluso olvidado. Muy significativo es el episodio en el que Isa se cruza con su padre a las afueras del pueblo en el que viven y él parece no reconocerla, como si no tuviera una hija. Este desamparo producido por su casi orfandad determina el carácter del personaje principal, que en algunos aspectos parece mucho mayor que los niños de su edad, como si su situación familiar la hubiera empujado hacia una precoz madurez que acaba mostrándose como insuficiente al tener que enfrentarse a situaciones que por su edad no comprende o sabe gestionar. La autora acierta plenamente en la creación de Isa, ya que la dota de un carácter resolutivo (se niega a ir al colegio o a jugar con otros niños) y de una independencia provocada por el escaso cuidado que recibe de su padre que conviven con la inocencia de su mirada; al fin y al cabo es una niña inteligente y fantasiosa pero que desconoce las dobleces del complicado mundo de los adultos.

 

El otro elemento que contrapone a ambas novelas es el movimiento; frente al carácter de road movie acuática de Esta herida llena de peces, cuya historia está vinculada a un viaje a través del colombiano río Atrato, en esta segunda obra los personajes principales permanecen anclados en el pueblo que habitan. Además, el carácter de sitio de paso de este, al lado de una carretera a cuyos viajeros ofrecen servicios, determina también la falta de infraestructuras (no hay ni un centro médico) y las estrecheces que sus habitantes deben sufrir a menudo, por ejemplo, cuando los camioneros inician una huelga. Isa no tiene más horizonte que la estrecha franja en la que la localidad se encuentra entre la montaña y la peligrosa carretera. Para la niña, cruzarla o caminar junto a ella suponen actos casi temerarios que tiene prohibidos.

 

La localización geográfica de la villa determinan a su vez el carácter de los dos espacios en los que la niña pasa la mayor parte del tiempo: el hotel y la cantina. Ambos son sitios desvencijados, de una pobreza enorme y cuya viabilidad está vinculada a que los viajeros sigan parando en el pueblo. El hotel está regentado por el padre de Isa, aunque sus continuas ausencias deja su gobierno en manos de empleados como Bere o Gil, que se ocupan también de las necesidades básicas de la niña, aunque no de cuidarla. A pesar de que padre e hija comparten habitación, el progenitor apenas le presta atención a ella, lo que unido al hecho de que el hotel sea por definición un sitio de paso, dejan a Isa sin un verdadero hogar. Este sea quizás el motivo de que la niña acuda tan a menudo a la cantina vecina, donde el dueño, Vargas, la cuida y la alimenta mejor que su padre, pero no puede evitar la amenaza de algunos de los borrachos que pueblan el local. Isa se va criando allí en un ambiente que no es el más idóneo para una niña, entre boleros y aguardiente, pero al que termina volviendo por la familiaridad que allí encuentra.

 

Esta búsqueda de una familia espuria que viene determinada por naturaleza de su familia real (la ausencia de la madre, el olvido del padre y la mala relación con su tía José) determina las relaciones de Isa con el resto de habitantes del pueblo. A lo largo de la novela entabla amistad, además de con el cantinero Vargas, con otras mujeres con las que busca esa complicidad que no halla en el entorno familiar ni en el colegio, con los niños de su edad. Así, la protagonista se acerca primero a Dora, con quien cocina ají, y después a Virginia, que la aloja en su casa cuando Isa decide hacer una huelga para atraer la atención de su padre. Con ambas y con el dueño de la cantina buscará también, a pesar de su corta edad, un trabajo que pueda paliar las dificultades económicas a las que las ausencias del padre, la poca afluencia al hotel y la progresiva ausencia de enseres en este parecen abocar a la familia. Existe también en este afán por trabajar un deseo de reafirmar su independencia (frente a José, que parece querer adoptarla y de su padre, para el que no quiere ser una carga) y su madurez. Entre estos personajes secundarios con los que la protagonista se relaciona destaca también Hija Cristina, la loca del pueblo, que somete a Isa a un conjuro para librarla del dolor de barriga que sufre y que ella nombra como “maldeniña”.

 

Lorena Salazar Masso nos ofrece una novela dura, en la que el abandono o incluso el abuso son relatados desde la inocente perspectiva de la niña, pero cargada de un lirismo que también estaba en su primera novela. El libro nos ofrece la historia de Isa mediante una prosa en la que se incluyen frecuentes metáforas y que a veces se acerca a territorios del realismo mágico, como en ese episodio en el que la niña hunde sus manos en la tierra como remedio para el picor.


Reseña publicada en La Verdad.