miércoles, 18 de octubre de 2017

Kanada - Juan Gómez Bárcena


Kanada, Juan Gómez Bárcena, Sexto Piso, 2017, 191 págs., 18€.

La culpabilidad es uno de los sentimientos más peculiares que afectan al ser humano. Asesinos que han cometido los crímenes más atroces carecen de empatía con sus víctimas y, por lo tanto, no se ven aquejados por ningún sentimiento de culpa tras cometer sus asesinatos. Otras muchas personas, incapaces de matar ni a una mosca, viven torturados porque alguno de sus actos, a veces de manera inconsciente, ha provocado un daño a alguien. La culpa es, desde mi punto de vista, el tema principal de Kanada, el último libro de Juan Gómez Bárcena.
El libro comienza con una situación de lo más sugestiva: el narrador vuelve a casa tras la guerra. Poco a poco vamos conociendo más detalles de su vida anterior, de su identidad y de las razones por las que, cuando se instala en la vivienda, decide no salir más de allí. El narrador, en una segunda persona que permite cercanía con el protagonista pero que a la vez implica una observación externa, apenas ofrece datos más allá de los necesarios y sólo por los nombres de calles o de personajes históricos sabemos que estamos en el Budapest devastado posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Esa devastación que sufre la ciudad y de la que poco a poco se va recuperando, ha afectado también al protagonista, pero, al contrario de todos los que lo rodean, él opta por la inacción. Así, acaba recluido en su antiguo estudio y convertido en una especie de ermitaño ajeno a todo lo que le rodea. En su enclaustramiento se va obsesionando sucesivamente por los números, por un astrólogo del siglo XVIII y por una hoja, la única que sobrevive a su obsesión por quemar su antigua biblioteca de profesor de astrofísica, de un tratado científico. En este aislamiento tan sólo se relaciona con un vecino y su esposa; ella le trae la comida que consume de manera errática, mientras que él primero intenta conseguirle trabajo, pero, ante su negativa, acaba alquilando el resto de habitaciones del resto de la casa.
Al principio el lector cree que es el horror el que ha paralizado al protagonista, que lo que vio durante la guerra le impide llevar una vida normal. Sin embargo, conforme avanza la novela y se van insertando episodios del pasado en la narración del presente, vamos comprendiendo que la culpa por actos realizados durante la contienda bélica ha pesado también mucho en su alejamiento del mundo. Frente a la acción del vecino, un personaje que no siente culpa y que sabe adaptarse a las nuevas situaciones, el protagonista opta por la inacción como la única forma de enjugar el daño causado. Incluso los soldados alemanes son retratados, en esa especie de ensueño con el que se recuerdan los hechos de la guerra, como ángeles; aparecen así como entes superiores, miembros de un engranaje brutal que no siente ningún tipo de piedad hacia sus víctimas. Cuando pasan los años y una nueva contienda sacude la ciudad, contra los invasores soviéticos, el protagonista no puede más que observar desde su ventana los hechos, porque ya ha tomado su decisión de no hacer nada.
Estamos, en definitiva, ante una novela de gran profundidad, de una lentitud que en algunos tramos centrales se convierte en morosidad, pero que se corona con un final prodigioso. 

Reseña publicada en El Noroeste:


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