Los once relatos que componen este interesante y heterodoxo libro que es La isla de los conejos, alejados casi siempre de las estructuras narrativas clásicas, están protagonizados por personajes que podemos definir como liminares. Los protagonistas de los once relatos parecen estar siempre a punto de romper con algo, como si cargaran con un peso que se ha convertido en insoportable y que les ha llevado a ese límite al que en el momento de la narración han llegado.
Son varios los casos en los que los personajes principales parecen abocados a precipitarse a una locura a la que van incorporándose con la tranquilidad y la inconsciencia con la que entramos al mar en una noche oscura. Este sería el caso de la protagonista de “Memorial”, que recibe una invitación en Facebook de un perfil que parece ser el de su madre recién muerta, del inventor de “La isla de los conejos”, que realiza un macabro experimento zoológico en una isla del Guadalquivir, o de la cocinera de “La habitación de arriba”, que comienza a tener los sueños de otras personas. En todos estos casos la demencia aparece de manera gradual y no queda nunca clara; incluso cuando lo hace de manera directa, el hermano mayor del narrador de “Notas para una arquitectura del infierno” ingresado en un manicomio, las dudas sobre su locura acaban también saliendo a la luz.
Otro tipo de ruptura a la que se enfrentan varios de los personajes de La isla de los conejos es la sentimental. Los protagonistas de relatos como “Las cartas de Gerardo”, “Encía” o “París Périphérie” se encuentran abocados al límite de una relación que, precisamente, se desarrolla también en un borde diferente: el geográfico. Estos tres relatos se desarrollan en espacios que podemos definir como periféricos: un albergue a las afueras de Talavera, la isla de Lanzarote (alejada de Madrid, donde viven los protagonistas) y una carretera que bordea París, respectivamente. No son los únicos lugares “excéntricos” que hallamos en el libro, en el que también son muy importantes el peligroso barrio de “Regresión”, el descampado donde finaliza “La habitación de arriba” o la fluvial “La isla de los conejos”. Este gusto de Navarro por los lujares alejado del centro que se observa en el libro se puede relacionar con las entradas de su blog “Madrid es periferia”.
Este sentimiento de incomodidad, tanto por lo desquiciado de muchos de sus personajes como por la ausencia de cierres, que el libro provoca en el lector se acrecienta con cierta tendencia a lo abyecto. En el breve “Estricnina” a la protagonista le crece algo parecido a una extremidad en la oreja; en “Encías” la piel que hay junto al diente adquiere la apariencia del caparazón de un insecto; en “Myotragus” asistimos a violaciones de muchachas por parte de un decadente noble y su criado.
Tras la celebrada novela La trabajadora (2014) y la peculiar (“cercana al falso documental con tintes de autoficción” en palabras de Laura Ferrero) Los últimos días de Adelaida García Morales (2016), Elvira Navarro se establece con La isla de los conejos como una de las narradoras más interesantes de la actualidad. El volumen se puede relacionar con Mala letra (2015) de Sara Mesa, autora con la que Navarro comparte tanto generación como origen andaluz así como un estilo sobrio y directo.
Reseña publicada en El Noroeste:
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