Pureza, Jonathan Franzen, Salamandra, 2015, 697
págs., 24€.
Jonathan Franzen se ha
erigido como uno de los pocos autores de lo que llevamos de siglo que aúnan
reconocimiento de la crítica y del público. Sus libros son acogidos con igual
entusiasmo por los especialistas que lo reconocen como un autor de gran calidad
literaria, pero también por sus abundantes lectores, que en numerosos países
devoran sus extensas novelas. Pureza,
su último libro, logra mantener esta estatus satisfaciendo por igual el deseo
de encontrar una obra bien escrita y el de disfrutar de principio a fin con su
lectura.
Pureza se puede considerar como la continuación de esa
radiografía de la familia americana que ya encontrábamos en Las correcciones (2001) y Libertad (2010). Coincide también con
aquellas en la vastedad de la trama y en la pluralidad de protagonistas; Franzen
se va centrando, en las distintas secciones en las que divide la novela, en cada
uno de los protagonistas, lo que permite conocer por separado cada una de las
partes de esta historia coral y entrelazada, pero también un acercamiento minucioso
sin caer en la morosidad. Las novelas del autor norteamericano funcionan como
un puzzle de centenares de piezas en el que cada parte dibuja con precisión una
escena distinta, pero que, al ser contemplada en su totalidad nos permite un visión
de conjunto.
El eje de la trama es Pip,
una joven vitalista aunque algo desencantada acuciada por la necesidad de devolver
el crédito universitario que le permitió estudiar. Los otros protagonistas son
tres adultos, Andreas (una especie de Julian Assange alemán), Tom (un
periodista) y la madre de Pip (que vive en una cabaña de un pequeño pueblo
californiano), cuyas vidas se mezclaron de diferentes formas en el pasado y que
acabarán influyendo en el devenir de la joven. Pip será como una pieza de ajedrez movida, a
menudo sin su conocimiento, por los rencores y odios de los otros tres
protagonistas.
En el comportamiento de
los personajes principales tiene mucha importancia el dinero, actante
vertebrador de la novela. Para Pip, la deuda que ha contraído tras sus estudios
es un lastre que determinará sus primeros movimientos como adulta. Por su
parte, su madre siente una aversión hacia las posesiones, por razones
familiares que descubriremos a lo largo del libro, que la han llevado, para huir
de su pasado, hasta bordear la pobreza. Andreas también rechaza el dinero, sin
embargo, siente una atracción enfermiza por la fama y el reconocimiento de los
demás, cuya consecución no lo desprenderán de sus demonios personales.
Como en sus anteriores
novelas, Franzen sitúa a la institución de la familia en el centro de la
historia; los cuatros protagonistas y algunos de los secundarios tienen una
relación difícil, casi enfermiza, con sus respectivos progenitores. Pero, al
contrario que en Libertad o en Las correcciones, la familia tradicional se disuelve aquí, en el
caso de la de Pip, hasta casi desaparecer. Solo al final del libro conseguirá
la joven reunirla, aunque ese encuentro muestre la disfuncionalidad de la
misma.
Es cierto que Franzen no arriesga en sus novelas como
lo hizo su amigo David Foster Wallace en La
broma infinita (1996) y que sigue la estela de los maestros del realismo
decimonónico, pero pocos autores ofrecen en sus obras un diagnóstico tan
preciso de los males que aquejan la sociedad de nuestro tiempo.