Teatro fantasma, Ismael Orcero Marín, Boria, 2021, 130 págs., 15€.
Posee este Teatro fantasma una cualidad poco habitual en la literatura de nuestro tiempo: la sutileza. En una época de escritores hiperconscientes de su propia obra, que no dejan ningún cabo suelto y buscan sorprender al lector en cada página, se agradecen libros como este que aportan una frescura no reñida con la calidad de su prosa. Los textos de Orcero parecen reflexiones espontáneas del autor pero revestidas con lo que tiene que tener toda obra literaria testimonial: una autenticidad en la expresión de los sentimientos. Por lo tanto, no esperen los lectores sesudas indagaciones sobre el alma humana (la propia y la ajena), porque encontrarán textos mucho más ligeros pero no por eso menos interesantes.
Y es que la treintena de prosas que integran el volumen, con una extensión que va de la media página a las cinco, nos abren una ventana a los pensamientos del autor que ofrece textos en los que mezcla anécdotas propias y ajenas con pensamientos más o menos hondos, según sea el tema tratado. Lo hace con un estilo sencillo pero no exento de acertadas metáforas que logran profundizar en la cotidianeidad de estas estampas. No estamos ante cuentos, ni ante poemas en prosa ni siquiera ante páginas de un diario, pero una mezcla de estos tres géneros podría definir bastante acertadamente estos textos.
En cuanto a los temas que Orcero trata en el libro destacan tres: la familia, el hogar y el trabajo. Se trata de tres temas habituales en este tipo de libros autobiográficos, pero que el autor trata con originalidad, con una mezcla de ironía y cierta nostalgia, y que mezcla en muchos de sus textos. Así, uno de los fragmentos puede empezar por una anécdota de la infancia, continuar con una reflexión sobre su cotidianeidad y terminar con una vuelta a ese pasado que le sirvió como arranque al texto.
La niñez del autor ocupa una parte importante del libro, con ese recuerdo entrañable de los juegos infantiles, la pesca con el padre o las promesas de regalos de la madre. Sin caer en la idealización, asistimos a reconocibles escenas familiares en un pequeño piso de la Cartagena de los años ochenta. Uno de estas situaciones del pasado, el aborto que sufrió su madre antes de que el autor y su hermano nacieran, sirve como enlace con el presente cuando son él y su pareja los que pierden un hijo durante el embarazo. Asistimos entonces a la recuperación del trauma en el hogar que comparte con la esposa, Diana, y que ocupa un lugar importante en el libro como sitio donde escribir, observar a los demás mediante un catalejo o escuchando por el patio de vecinos, y que finalmente deben abandonar. Muchas de estas intimidades van acompañadas por fotografías del álbum del propio autor que define como “teatro fantasma”, en expresión que da título al volumen.
El tratamiento del tercero de los temas del libro, el trabajo, muestra la variedad de registros que el autor emplea en el libro. Somos testigos de episodios duros mientras que el autor está en el paro y debe asistir, sin éxito, a diversas entrevistas; se narra también la monotonía del trabajo en jornadas que empiezan antes del amanecer; pero, en otras ocasiones, los personajes que pululan por la oficina son descritos desde una óptica más desenfadada. Esta vertiente humorística del libro alcanza su culmen en las irónicas transcripciones de las frases de hombres con los que coincide el autor y que responden al estereotipo de “cuñado”.
Reseña publicada en El Noroeste.
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