La mujer
ajena, Ramón
Bueno Tizón, Candaya, 2014, 124 págs, 14€.
Las
prostitutas suelen ser retratadas en el cine y la literatura de manera bastante
idealizada. No solemos encontrar, salvo en relatos de denuncia social,
historias tan crudas como las que los periódicos nos cuentan, ya que los
cineastas o narradores optan por obviar el lado más sórdido de esta profesión,
y centrarse en la sensualidad de las mujeres que la ejercen. El escritor
peruano Ramón Bueno Tizón parte de esta tradición y convierte a una serie de
prostitutas distinguidas en protagonistas de la mayoría de los doce relatos que
componen La mujer ajena.
Ese
componente de fémina que no nos pertenece que marca el adjetivo del título, lo
encontramos en varios de los relatos, narrados desde la perspectiva del hombre
que se encapricha o incluso se enamora de una profesional. Así, en “Verónica”,
un torero maduro que huye de su decadencia con juergas, está más pendiente de buscar
la presencia de la sensual Verónica, nombre de resonancias taurinas, que del
propio toro al que se enfrenta en una plaza limeña. Esta misma idealización de
la meretriz como mujer sensual y con un halo de misterio la encontramos en “Philippe
y los náufragos”, donde es el pianista fracasado que acaba tocando en un burdel
parisino el que cae rendido ante los encantos de Bijou. Estos dos relatos
formarían una trilogía con “Jonás en la última”, cuento en el que el hombre
maduro y perdedor es un jockey y la meretriz que se erige como única ilusión en
su fracasada existencia se llama Karen. En “Weininger y yo” encontramos una
variante del argumento de esta tríada: un personaje histórico, cuya identidad
conocemos al final, explica como el desengaño de un amor de juventud fue el que
lo llevó a frecuentar a las prostitutas. Por su parte, el protagonista de “María
Ozawa”, un inmigrante latino en Texas, no llega a acostarse con la chica de la
que se enamora, ya que es una estrella juvenil con la que fantasea.
También
ejercen el mismo oficio las protagonistas de “Los duros”, en el que se narra
desde la perspectiva de varios personajes la visita de Mariana a un recluso, y
de “La princesa china”, que cuenta en paralelo las historias de una heredera
asiática de la Antigüedad y de una joven peruana que acaba en un burdel. Por su
parte, el adulterio es el tema dos de otros dos relatos del libro, aunque desde
perspectivas muy diferentes. Mientras que en “El almuerzo” una cita con su
amante en un hotel le complica la vida al protagonista, en “La reina” la narradora
aprovecha la promiscuidad del rey para conspirar contra él.
Los
dos relatos restantes, en los que las prostitutas tienen una aparición más
tangencial, son, sin embargo, los más interesantes, quizás porque abandonan esa
idealización romántica de la mujer que vende su cuerpo y entra en terrenos de
mayor calado como son las relaciones familiares y el aprendizaje vital. En “Nacimiento”
asistimos a los esfuerzos de una niña por mantener a flote a su familia y la
ilusión de su hermano por la Navidad entre las violentas peleas de sus padres.
Cierra el volumen “Nosotros los que miramos”, relato protagonizado por un grupo
de adolescentes en pleno despertar sexual y para los que el nombre de Fermina, citado
con voluptuosidad por uno de ellos, se convierte en objeto de deseo colectivo. Reseña publicada en El Noroeste:
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