Bienvenidos a Incaland, David
Roas, Páginas de Espuma, 2014, 138 págs., 15€.
Dicen
que la mejor manera de conocer un país es visitarlo con algún nativo, o bien,
hacerlo en solitario para poder interactuar con la gente del lugar. Esta regla
no escrita del perfecto viajero sigue David Roas en su último libro,
Bienvenidos a Incaland, una crónica de su estancia en Perú. Así, en la primera parte
del volumen se deja acompañar por amigos peruanos que lo guían por Lima;
mientras que en la segunda viaja en soledad a Cusco, la antigua capital del
imperio inca.
En la sección limeña del libro, el narrador se topa
con las particularidades de la vida en el Perú, esencialmente con su
gastronomía y con su tráfico. Con el tono entre delirante y sarcástico que
destila todo el volumen, asistimos a la demencial, desde el punto de vista
europeo, danza de coches, furgonetas y autobuses que hacen de cualquier
trayecto por Lima una suerte de ruleta rusa. Los amigos peruanos preparan al
visitante una peculiar ruta turística que los llevará a visitar más bares que
museos, aunque será en uno de ellos donde perpetren el robo de la máquina de
escribir de Mario Vargas Llosa. Esta gamberrada derivará, gracias al efecto del
alcohol, en una alucinada aventura que convertirá al Nobel peruano en el
protagonista de El Padrino y de Pulp Fiction. La primera parte se completa con un
capítulo en el que el narrador se pierde en un barrio limeño y con varios
textos breves, titulados “Idiosincrasias limeñas”, que quizás desentonen con el
resto.
En la segunda parte del libro, Roas nos narra su
estancia en solitario en la ciudad de Cusco. Se trata éste de un enclave
eminentemente turístico en el que hordas de visitantes extranjeros buscan la
esencia del Perú inca y colonial. La pluma del narrador barcelonés se muestra
aquí mucho más acerada que en la primera sección del libro y las páginas están
repletas de un sarcasmo que ya encontrábamos en obras anteriores de Roas, como
en su novela La estrategia del koala. Además de las críticas a la Iglesia
y a la conquista española, los principales dardos van contra los turistas,
especialmente norteamericanos, que pululan en torno a la Plaza de Armas
cusqueña. Estos visitantes deambulan por el centro de la ciudad como si de
zombis se tratara, así los retrata Roas, comprando compulsivamente y vistiendo
ridículos chullos (gorros andinos). El protagonista se empeña en marcar
continuamente las distancias con estos idiotizados visitantes, pero no siempre
lo conseguirá y sufrirá la obstinada persecución de una niña que le reclama
insistentemente un dólar por haber fotografiado a su llama.
Este parque temático en el que se ha convertido el
centro de Cusco, el “Incaland” al que el título hace referencia, tiene su
continuación en el famoso Machu Pichu. Tras un largo viaje en tren y una
peligrosa ascensión en autobús, el narrador llega al monumento más famoso de
Perú, pero allí no se produce la epifanía que tantos turistas buscan,
precisamente por la masificación. Roas, descreído y harto de las aglomeraciones
a esa altura del viaje, decide volver al pueblo a beber cerveza.
Se trata éste de un libro sarcástico, divertido,
repleto de referencias históricas y culturales y que prende en el lector el
deseo de visitar Perú, aún a riesgo de encontrarse con una llama, ese
inquietante animal que acosa al autor durante buena parte de su periplo.
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