El vía crucis de la disforia de género. Sobre La mala costumbre de Alana S. Portero.
Actualmente la disforia de género afecta a muchos
niños, niñas, adolescentes y jóvenes, y, aunque se trata de una situación que
suele ser complicada, existe cada vez mayor concienciación en la sociedad
española. Por supuesto, hay un camino largo aún por recorrer como colectividad,
pero las personas que la sufren y sus familiares poseen bastantes referentes de
personas que han cambiado de género. Sin embargo, en los años ochenta y
noventa, que ya no están tan cerca como muchos de nosotros aún nos creemos, la
transexualidad se veía con numerosos prejuicios y era muy poco aceptada en
nuestro país. ¿Cómo era crecer en aquel país para una persona trans? Alana S.
Portero responde a ello en este libro tan difícil como necesario y tan brutal
como bonito.
La protagonista, que tiene mucho de la autora aunque
ella ha aclarado que esta novela no es una autobiografía, es una niña que ha
nacido en el cuerpo de un niño y que habita en los años ochenta en el madrileño
barrio de San Blas, una zona obrera muy alejada (más cultural que
geográficamente) del centro de la capital. Como apunta la narradora “todas las
niñas trans crecemos solas” (78) y, en este caso, lo debe hacer arrastrando la
negación de su propia identidad y los prejuicios de los demás. Se establece a
lo largo de toda la infancia de la narradora una lucha entre lo que los demás
esperan de ella, su madre quiere “un machote”, y lo que en su interior anida
aunque no sea fácil ponerle nombre y los espejos se conviertan en el peor
enemigo posible ya que devuelven una imagen que no es la que siente como la
real. Por ello, durante todo el libro, que se centra en los primeros años de la
protagonista pero que también llega hasta la juventud pasando por la
adolescencia, la narradora debe luchar contra la disforia a lo largo de un
camino que está lleno de lágrimas, incomprensión, violencia, rechazo y
enfermedades mentales.
Sin embargo, durante todos estos años de vía crucis,
la narradora encuentra una serie personas que la ayudan, conformando una
especie de panteón laico al que va dedicando varios capítulos del libro. Quizás
las más importantes, por su carácter de referente, son las mujeres transexuales
que va conociendo en su infancia y juventud. Destacan entre ellas La Peluca,
una vecina de San Blas al que todo el mundo teme, Eugenia, una prostituta del
centro de Madrid, y, sobre todo, Margarita. Esta mujer, que vive durante la
infancia de la narradora en un piso cercano junto a su anciana madre,
representa el lugar que durante tantos años hubieron de ocupar las transexuales
en nuestra sociedad; tras ejercer la prostitución durante años, en su madurez
debe adoptar un perfil bajo, sin provocar escándalos y ayudando a los demás,
para ser aceptada, aunque nunca con un trato igualitario, en el barrio. El
ejemplo de dignidad de Margarita y la ternura en la relación que establece años
después con ella la protagonista cuando ya es una adulta se encuentran entre lo
mejor del libro.
También mitigarán la terrible amargura de la
protagonista, enfrentada durante toda su vida a la disforia, algunos hombres
homosexuales, como Jay, su primero amor, o Antonio, el dueño de un bar de
Chueca donde encuentra, por primera vez, un lugar seguro. La familia también
aparece como un espacio de amparo, con unos padres y un hermano mayor
protectores, aunque no de total libertad, ya que ni ellos ni la protagonista
parecen nunca preparados para afrontar la conversación sobre su verdadera
identidad. Además, la llegada de este momento se va dilatando por algunos
episodios de violencia que sufre cuando intenta integrarse en espacios
típicamente masculinos como un gimnasio donde aprende kárate o la grada de un
estadio de fútbol. En ambos sufrirá ataques, verbales en el primer caso y
físicos en el segundo, que provocarán que la narradora acabe retrayéndose aún
más.
Además de la lucha contra la disforia de género de la
protagonista, en La mala costumbre
destaca también el retrato que Alana S. Portero realiza de la vida en un barrio
obrero de Madrid durante los años ochenta. La descripción de San Blas está
despojado de casi cualquier rastro de nostalgia, salvo el elogio de la
solidaridad existente en la época que hoy ha desaparecido, y se nos muestra con
crudeza la difícil vida de familias como la suya. Con una acusada conciencia de
clase, la narradora critica las trabas que se les ponían a los habitantes de su
barrio como la precariedad de las viviendas, las duras condiciones laborales o
la lacra de la heroína, que acabó con una generación entera de jóvenes. Aunque
el libro se centra en las dificultades que debían soportar mujeres trans como
Margarita, también se critica la tolerancia que existía en aquella sociedad con
la violencia machista, ejemplificada en Aurelio, el brutal vecino que maltrata
sin piedad a su mujer y sus hijos.
Los capítulos dedicados a su juventud no son alcanzan
el nivel que, desde mi punto de vista, posee el excepcional relato de la
infancia de la narradora en este duro contexto. Creo que una de las razones de
que esta parte central no sea del todo redonda es el abuso de la alegoría (emplea
términos como “ninfa” y “hombres-dragones”) en la narración de episodios
sórdidos como los encuentros en cuartos oscuros. Sin embargo, el libro vuelve a
remontar en su fase final, donde la narradora, en la treintena, debe regresar a
la casa familiar por la precariedad de su contrato laboral. Es allí cuando se
produce el ya relatado reencuentro con Margarita que será fundamental para que
la protagonista, acabe, por fin, enfrentando sus miedos.
Alana S. Portero ha escrito un libro sobresaliente,
crudo y violento pero también tierno y esperanzado. Una obra sobre las dificultades
que tiene que enfrentar la protagonista para aceptarse a sí misma y ser la
mujer que es.
Reseña publicada en La Verdad.
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