Caballo sea la noche, Alejandro Morellón, Candaya, 2019, 13€, 90 págs.
Podemos establecer varios puntos de conexión entre Caballo sea la noche, el nuevo libro de Alejandro Morellón, y Nefando (2016), la penúltima novela de la ecuatoriana Mónica Ojeda. A argumentos extratextuales aunque, opino, que no extraliterarios como su publicación en la misma editorial (la siempre interesante Candaya) y la relación personal que une a ambos, Ojeda encabeza los agradecimientos del libro, se une el tema tratado. Al igual que sucediera en Nefando, Morellón nos presenta en su novela una historia densa, dura por lo sucedido entre sus protagonistas, aunque optando siempre por un relato elíptico, quizás demasiado en algunos fragmentos, para evitar caer en lo morboso.
Si difícil es el tema que desarrolla el libro, que no explicaremos para no estropear su lectura, no lo es menos su forma. Caballo sea la noche se estructura en cinco largos monólogos interiores de dos de los protagonistas del libro que ocupan de manera íntegra cada uno de los cinco capítulos. Las palabras de los personajes, las de Alan en tres ocasiones y las de Rosa, su madre, en las otras dos, se reproducen sin puntos, más allá del final con el que termina cada capítulo, por lo que estamos ante flujos de pensamientos de los protagonistas que ocupan varias páginas seguidas. A la dificultad de este tipo de texto se le une, en el caso de los monólogos de Alan, una prosa con un fuerte componente lírico y la presencia del mundo onírico, en el que se desarrolla parte del primer capítulo.
Estos rasgos del libro pueden disuadir a algún lector, que quizás sienta en las primeras páginas que avanza a ciegas en una historia de la que sólo se le dan unas pocas pinceladas que parecen provenir de un sueño. Sin embargo, el relato comienza poco a poco a adquirir claridad y, especialmente en los dos monólogos de Rosa, acabamos por conocer esa triste historia familiar que el libro nos propone. El lector, entonces, acompaña a Alan en su proceso de asimilar lo ocurrido, “sentir la herida y luego ponerle nombre a esa herida” (62) en palabras de Rosa, algo para lo que se valdrá de una carta de Marcelo, el padre. Alan, encerrado en su habitación y aislado casi de su madre que permanece todo el día en el sofá del salón, va recordando lo que ocurrió con su progenitor y con Óscar, su hermano. Se produce así un descenso a los infiernos familiares por parte del protagonista que reconoce esa necesidad de enfrentar los hechos cuando señala “al tomar conciencia del fracaso había descubierto el terror” (62).
Todo el libro se desarrolla en la casa que comparten Alan y Rosa, convertida en un espacio opresivo para los dos miembros supervivientes de la familia. Allí, madre e hijo viven acuciados por lo acontecido en el pasado y soportando una tensión que acabará con uno de los dos abandonando la casa. Ante tal situación Alan se refugia en el sueño, durmiendo durante horas en su habitación, mientras que Rosa se aferra a un viejo álbum de fotos. En sus páginas halla un recuerdo palpable de los momentos felices vividos por la familia, la época en la que la unión de los cuatro nombres (Marcelo, Óscar, Rosa, Alan) simbolizaba la de padres e hijos antes de que esa armonía saltara por los aires.
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