La
pandilla de Asakusa, Yasunari
Kawabata, Seix Barral, 2014 (1930), 285 págs., 19€.
Si algo se nos debe
exigir a los críticos literarios es que seamos buenos lectores. Buenos en el
sentido de curiosos, pero también en el de perspicaces ante los libros que
vamos a reseñar. Los que escribimos este tipo de comentarios no somos más que
guías que, gracias a nuestra experiencia o formación, podemos orientar al resto
de lectores para elegir y para acercarse correctamente a una obra literaria. Y
para ello, para ayudar a futuros receptores del libro reseñado, debemos ser
francos y señalar aciertos y errores que, desde nuestro punto de vista siempre
subjetivo, haya cometido el autor. Lo que no es tan habitual es que en las
reseñas aparezcan las equivocaciones del propio crítico, que se suele erigir
como un especialista infalible con un criterio sólido e incuestionable. Pues
bien, esta crítica de La pandilla de
Asakusa será una excepción ya que desgranaré los errores que he cometido en
su recepción para intentar que el lector que se decida a seguir mis pasos no
los cometa.
El primer error de mi
experiencia lectora ha sido provocado por la etiqueta genérica del libro; al
empezar a leer, creía que me iba a enfrentar a una novela al uso, es decir, con
una trama y unos personajes centrales cuya historia se desarrollara en Asakusa,
el populoso barrio de Tokio al que hace referencia el título. Sin embargo,
pronto me he dado cuenta de que Kawabata construye el libro como una serie de
fragmentos inconexos en el que van apareciendo y desapareciendo personajes
relacionados entre sí pero cuyas historias apenas aparecen apuntadas de manera
impresionista. Se trata de un tipo de escritura propia del Modernismo
occidental que el futuro premio Nobel japonés adapta a su lengua.
La frustración por la
ausencia de esa trama sólida y estructurada que iba buscando se ha acrecentado
por no hallar tampoco un protagonista. Al principio creía que el narrador, un
trasunto del propio Kawabata, iba a ser el eje del relato, pero sólo ejerce de
notario de los hechos que se suceden en el barrio y del que él es más testigo
que protagonista. Después creí que sería ese personaje colectivo que adelanta
el título el que se situaría en el foco de la narración; sin embargo, ninguno
de los vagabundos, bailarinas, geishas, pequeños rateros, proxenetas ni
prostitutas que pululan por el libro adquieren centralidad en toda la obra. Ni
siquiera Yumiko, la joven que ocupa varias páginas en la parte central del
libro en un episodio entre sórdido y romántico, atrae por mucho tiempo la
atención del narrador. El barrio de Asakusa es el único protagonista.
La última equivocación
que espero que evite el futuro lector de tiene que ver con mis prejuicios sobre
Japón. Esperaba una obra sobre la delicada belleza de las mujeres niponas,
sobre su tradición milenaria y filosofía oriental. Sin embargo, Kawabata
retrata el barrio menos japonés de Tokio, o, al menos, el que en aquellos años
veinte tenía una influencia más palpable de Occidente. En el centro de Asakusa
se erige un templo budista, sí, pero sus alrededores es un hervidero de
teatros, cabarets, restaurantes y de parques atestados de mendigos en donde los
miembros de la pandilla realizan sus pillerías.
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